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Bahía Portete, el pueblo masacrado por los paras que vive un nuevo inicio

Las mujeres de esta población de la alta guajira lucharon durante diez años para retornar a sus tierras. ¿Es posible recuperar la memoria arrasada por la guerra?

22 de enero de 2016 Por: Lucy Lorena Libreros | Periodista de El País

Las mujeres de esta población de la alta guajira lucharon durante diez años para retornar a sus tierras. ¿Es posible recuperar la memoria arrasada por la guerra?

Hasta ese día, 18 de abril de 2004, Rosa Cecilia Fince Uriana había estado convencida de que lo más duro de  la Alta Guajira era aprender a resolver la vida, en pleno desierto  y con poca agua, bajo un sol desalmado de 40 grados. 

Meses antes, hasta  Bahía Portete, una ranchería  del municipio de Uribia, arribaron los  rumores de la guerra. Se repetía con angustia que los fusiles de paramilitares al mando de Rodrigo Tovar, alias Jorge 40, jefe del Bloque Norte de las AUC, habían asesinado ya a una veintena de personas. Con cada nueva muerte crecía el presagio de que era apenas el comienzo del horror. De que al pueblo le llegaba su mala hora.       

Enterada de ese miedo colectivo que soplaba más fuerte que los vientos del desierto, Rosa Cecilia reunió a las mujeres, pero les habló  con  tranquilidad pasmosa: lo mejor sería que los hombres de la comunidad se marcharan por un buen tiempo. Que eso bastaría para evitar más crímenes. Al fin de cuentas, decía, la ley ancestral de los wayuu enseña que las mujeres son sagradas, que no van la guerra, que no se tocan.  

Estuvo convencida de eso hasta aquel 18 de abril, cuando  esos mismos paramilitares llegaron al filo de la mañana y prendieron fuego a su casa, después de violarla, reventarle una granada en el rostro y amputarle los senos. La incursión de las AUC se prolongaría hasta el 21. Tres días completos.

 Quien hace memoria doce años después es Débora Barros, su sobrina,  mientras prepara sobre un fogón de leña un chivo recién sacrificado que luego servirá con arepas de maíz asadas sobre hojas de plátano. Lo hace de nuevo en Bahía Portete, el pueblo que por culpa de la masacre, quedaría abandonado durante más de una década.   

El recuerdo de su tía  aún le pesa en las palabras. Es que Rosa Cecilia había sido por años una de las líderes más respetadas de los clanes Epinayú y Uriana, fundadores de Bahía Portete. La que logró, en parte, que este territorio de más de 14.000 hectáreas de  desierto puro se convirtiera extrañamente en tierra próspera. Por los días del terror,  era  la comunidad más organizada de la Alta Guajira: en medio de la nada, sin energía eléctrica y el castigo de la sequía, era posible ver casas  de material con sanitarios, un hospital y hasta una escuela en la que estudiaban 400 niños de esta zona, localizada a pocos kilómetros del Cabo de la Vela y la Mina de El Cerrejón, en el  extremo más  norte de la península.

Todo fue arrasado el día en que esos hombres de gatillo fácil llegaron. Quemaron la escuela, el centro de salud y profanaron las tumbas del cementerio. Violaron mujeres, a otras las golpearon. Ni las más ancianas consiguieron  esquivar la barbarie. Varias de ellas buscaron refugio  ingenuamente tras los cactus más grandes, pero  al pie de ellos terminaron con la ropa hecha jirones y los cuerpos lacerados.

Doña Josefa, a quien todos aquí llaman tía Meme y que entretiene las horas tejiendo chinchorros y mochilas, cuenta que perdió a ocho familiares, entre ellos tres sobrinos que decidieron encerrarse en la casa, “pero con ellos dentro les prendieron fuego”.        

  A  nadie, pues, en esa ranchería de casi 600 habitantes le quedaron dudas: los paramilitares   los querían lejos. “Buscaron  aterrorizarnos,  desterrarnos,  —reflexiona Débora—.  Algunos ya se habían desplazado a Venezuela. Pero muchas mujeres, como mi tía, decidieron resistir. Para los wayuu la mujer es sagrada, pero ignorábamos, o nos negábamos a creer,  que para los paramilitares, no”.

 Al disiparse la humareda de los incendios, quienes sobrevivieron tuvieron solo un día para “rescatar a los muertos y enterrarlos en cementerios de otros clanes y eso nunca había pasado; la tradición es que uno permanezca junto  a la familia en la vida como en la muerte”, cuenta Josefa. “Después de ese tiempo, nos advirtieron que regresarían para acabar con lo que quedara”.

El Centro de Memoria Histórica, que durante años nos ha mostrado que la historia de este país la han escrito  sus víctimas más que sus próceres, detalló en un informe que ese 18 de abril,  “el día que llegó la desgracia” —como grita desde su hamaca Anisia, una abuela de la ranchería— fueron torturados y asesinados, además de Rosa, Margoth Fince Epinayú y   Rubén Epinayú; y  desaparecidos Diana Fince Uriana, Reina Fince Pushaina y “una persona más  no  identificada  de quien solo se encontró un brazo calcinado. Pero la masacre tuvo el deliberado propósito de golpear a las mujeres por ser ellas el sostén de la cultura y del proyecto de autonomía y resistencia en un territorio que terminó  codiciado por el narcotráfico que encabezaba Jorge 40”.  

 Aquello se sabría mucho después. La  masacre aterrizó tímidamente en la prensa nacional como una noticia equivocada: que todo se trató de la disputa entre dos clanes que peleaban a muerte uno de los puertos de entrada de contrabando más grandes de Colombia.

 Es que  por los días del horror los jefes de la AUC estaban sentados en la mesa de diálogos de Ralito. ¿A quién podría ocurrírsele entonces una nueva masacre paramilitar?  

 Pero más de una década después,  los que  sobrevivieron se sintieron obligados a  rebelarse contra ese pasado mal contado. Lo cree Agustín Fince, autoridad máxima del pueblo: “Lo que pasó fue que esos señores se aprovecharon de unos conflictos internos que teníamos y  que estábamos resolviendo. La única verdad es que llegaron para acabar con todo porque tuvimos la desgracia de estar atravesados camino al puerto por donde sacaban droga”.

[[nid:500528;http://contenidos.elpais.com.co/elpais/sites/default/files/imagecache/270x/2016/01/bahia_portete_2.jpg;left;{La Alta Guajira vive hoy la sequía más fuerte de su historia. Foto: Especial para El País}]]

La única verdad también es que corrieron los años antes de que el Estado reconociera que lo sucedido en Bahía Portete fue una masacre. Débora narra  que fue solo hasta entonces que entendió cuánto había valido su terquedad y cada  artesanía que vendió entre sus compañeros de salón para costear su carrera de derecho. 

Fue como abogada que asumió la tarea de instaurar demandas, aquí y allá, para demostrar que no era cierto que se habían desplazado por voluntad propia. “El Gobierno de Uribe negaba la masacre, incluso los muertos”.  

  Mientras eso ocurría, cien familias  trasteaban su dolor hasta barrios de invasión de Maracaibo, Venezuela. Otros menos hacia zonas pobres de Riohacha. Y el destierro sería el principio de la pérdida de varias cosas: una lengua, una cultura, una identidad.

  Fue eso justamente lo que no encontraron para empacar en las maletas del retorno, apoyados por la Unidad de Víctimas y Restitución de Tierras, en diciembre pasado. Porque sucedió que esa generación de niños que nació y creció en medio del desplazamiento, durante diez años, no encontró razones para aprender a escribir y hablar la lengua wayuunaiki; para aprender a pescar o a pastorear chivos. Para tejer mochilas y hamacas.

 Natalia Fince, una de las madres de la ranchería, asegura que ha sido difícil  acostumbrar a los chicos al desierto en momentos en que la zona atraviesa por la peor sequía de su historia. En los caminos la escena que más se repite es la de niños que improvisan retenes para obligar a los carros a detenerse. Cuando los vidrios del conductor bajan, no anhelan recibir monedas. Esperan botellas de agua. En la Alta Guajira la felicidad se cuenta en litros.  

“Allá en Venezuela, pese a la pobreza —según Natalia— teníamos energía para encender un televisor y escuchar música y veíamos agua salir de la llave. Y uno sabe que eso es calidad de vida, sí. Pero  los niños no conocían  su lengua y sentían vergüenza de raza. Acá les hemos enseñado que este desierto ha sido por siglos tierra de sus ancestros. Que es a este lugar que pertenecen”.

 Lo dice y apunta con su dedo índice hacia Acuaipa, un Centro de Cultura y Pensamiento Wayuu creado por la  comunidad tras su retorno y que se levanta en medio de las casas  de yotojoro, madera delgada que extraen del catus.

El lugar hace las veces de escuela. Pero es en realidad el sueño cumplido de las mujeres de la ranchería, desesperadas ante el ocio que acechaba a sus niños, sin nada qué hacer durante el todo día. Un sueño que fue tropezando con cómplices en el camino como la Fundación World Coach, la Usaid, la OIM y el Banco BBVA.  

Las únicas cuatro mujeres que habían completado el bachillerato fungen ahora como maestras. Enseñan wayuunaiki, labores artesanales y bailes tradicionales como la Yonna. Y dejan en sus hombres el reto de enseñar los oficios rudos: pastorear y pescar. 

Hoy, 70 niños asisten a diario y aguardan por el pronto estreno de un aula virtual y una sala de memoria histórica.

¿Es posible en realidad recuperar una memoria arrasada por la guerra? Manuel Guillermo Pinzón, director de World Coach, está seguro  que sí. “La estrategia ha sido que los adultos funcionen como ‘couches’ de su comunidad y se encarguen de algo en lo que son sabios:  transmitir sus conocimientos ancestrales”. 

Muchos de los pequeños ignoran que la guerra y sus fusiles pasaron por aquí en 2004. Que por esos días los Epinayú y los Uriana vivieron su mala hora. Ignoran también que algunos  grupos ilegales siguen operando y que por eso Débora, a quien siempre ven tan  sonriente, no puede desplazarse a ningún lado sin la compañía del guardaespaldas que le asignó la Unidad Nacional de Protección.

Pero a los mayores no se les olvida ese 18 de abril y planean un entierro simbólico  para traer a sus difuntos y al fin hacer el duelo que el destierro les negó.  Ya lo había dicho  Josefa: un wayuu permanece junto a los suyos siempre. En la vida y en la muerte.

*Este viaje fue posible por invitación del Banco BBVA

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