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Antonio José Caballero: un reportero a secas

Columna de opinión de Diego Martínez Lloreda sobre el legado que dejó Antonio José Caballero.

18 de diciembre de 2013 Por: Diego Martínez Lloreda | Director de Información de El País

Columna de opinión de Diego Martínez Lloreda sobre el legado que dejó Antonio José Caballero.

El último reportaje de Antonio José Caballero se emitió antier. Fue en RCN, la emisora, como se decía antes, a la que le entregó sus mejores años y sus mejores trabajos. Según Yolanda Ruiz, directora de noticias de esa cadena, para cumplir la que sería su última misión, ese trotamundos de la radio se desplazó a Nariño, a las faldas del volcán Galeras. Su tarea consistía en hablar con los campesinos para demostrarles a los oyentes cómo se vive bajo la permanente amenaza de un vecino impredecible y explosivo. Y cuando digo que Caballero como periodista radial le mostraba cosas a sus oyentes no exagero. Saber escoger las palabras adecuadas para visualizar los acontecimientos era su gran virtud. Antonio José Caballero, o Caballero a secas, como lo llamaba el maestro Juan Gossaín, fue una flor exótica, en el de por sí exótico universo del periodismo. El 99% de quienes nos dedicamos al oficio comenzamos haciendo reportería, luego ascendemos a editores y unos cuantos tenemos el privilegio de llegar a Jefes de redacción o a dirigir un medio. Parecería como si la reportería fuera el primer escalafón en ese largo camino que conduce al Nirvana periodístico. Caballero entendió que no es así. Que en realidad, la reportería y la posibilidad de contar historias son la esencia misma de este oficio, el estadio mayor e indispensable sin el cual lo demás no existe. Y por eso se parqueó para siempre allí. A pesar de las decenas de propuestas que le hicieron para dirigir toda clase de medios, el quiso preservar su condición de reportero a secas. Y fue de los grandes de este país. Y fue protagonista de muchos hechos y entrevistó a muchos personajes que sus jefes ni conocieron. Caballero fue, pues, un soldado de trinchera, que despreció las charreteras de los generales.Nació Cali y creció en Santander de Quilichao. Y pocos fuera del medio saben que fue hermano de ese otro monstruo del periodismo radial que se llamó Juan Harvey Caicedo. Quiso ser cura y estuvo en el seminario, en Italia, durante casi una década. Por fortuna para el periodismo, y para la Iglesia, claudicó. Amaba demasiado los placeres de esta vida para cambiarlos por los sacrificios de la otra. Pero aunque colgó la sotana muy joven, a lo largo de su vida fue un evangelizador, dedicado a transmitir mensajes a miles de ‘fieles’. Por otra parte, ese paso por el seminario le permitió convertirse en el reportero más conocedor de los intríngulis eclesiásticos. No en vano transmitió en directo la elección de cuatro Papas. Esa obsesión por la calle, por la reportería, le permitió ser testigo de varios de los hechos que conmovieron al mundo en los últimos 30 años. Por ejemplo, el golpe de Estado propinado a Hugo Chávez en el 2002. Caballero acudió al palacio de Miraflores para entrevistar al caudillo venezolano. Cuando sobrevino la crisis se ocultó bajo un escritorio, para que los militares no lo sacaran, como a los demás periodistas. Desde ese escondite privilegiado transmitió durante más de 48 horas la ascensión del nuevo presidente, Pedro Carmona. Luego fue testigo del contragolpe, y ya fuera de su refugio, le hizo a Chávez la primera entrevista tras su regreso al poder. Aunque fue un hombre de radio, presentó noticias en televisión. También hizo periodismo escrito y desechó ofertas de la gran prensa bogotana para escribir en el diario que más se acercaba a sus sensibilidades. Aquí, en El País mantuvo por años su columna ’Caballerías’, en complicidad con su gran amigo Luis Guillermo Restrepo. Sin duda esa fue la única experiencia de crónica radial en un medio escrito que se ha dado en el mundo. Cuando alguien es tan profesional en lo suyo resulta difícil separar su arista laboral de la personal. Por fortuna, lo conocí mas allá de los avatares de las redacciones y disfruté muchas veces de su ironía, de sus observaciones agudas y, cómo no, de sus inclementes burlas.Al pergueñar estos párrafos me siento un usurpador. El autor de estas líneas debió ser Luis Guillermo, pero él en este momento se dedica a un asunto más importante: darle la última despedida a su amigo entrañable. El mismo que le heredó a su hermano Enrique, de quien Caballero primero se hizo admirador -era el mejor basquetbolista de la comarca- y luego amigo de toda la vida. Pero ante la ausencia de Luis Guillermo, muy honrado, asumí la grata misión de intentar contar a los lectores quién fue ese ser que, precisamente, llevó a una categoría superior el oficio de contar historias.

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