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Whitney Cox, la nueva cara de la Fundación Alvaralice

La Fundación Alvaralice, el músculo que respalda proyectos sociales como el Tecnocentro de Potrerogrande, ahora es dirigido por esta newyorkina, cada vez menos gringa, que encontró en Cali la vida extraviada en la Gran Manzana. Y muchas sonrisas.

17 de abril de 2016 Por: Jorge Enrique Rojas | Editor de Crónicas El País

La Fundación Alvaralice, el músculo que respalda proyectos sociales como el Tecnocentro de Potrerogrande, ahora es dirigido por esta newyorkina, cada vez menos gringa, que encontró en Cali la vida extraviada en la Gran Manzana. Y muchas sonrisas.

Whitney Cox siempre fue distinta. Es distinta ahora que sonríe todo el tiempo, desde el saludo en esta entrevista y de tanto en tanto, cuando una y muchas sonrisas sirvan de conector para sus palabras, casi siempre limpias de los mordiscos y contracciones que naturalmente puede sufrir el español en una lengua gringa. Pero ella no es una gringa-gringa. Por su mamá tiene sangre italiana y habla italiano. También portugués y un español muy bueno, aunque con otra sonrisa lo ponga en duda.

Creció en un pueblo “puppy” a las afueras de Nueva York pero siempre le gustó estar dentro de esa ciudad pecaminosa y magnética que en el mundo reconocen como la Gran Manzana: cuando tenía 17 años le metió un mordisco inolvidable de la mano de un novio puertorriqueño que le presentó la salsa. Whitney Cox vuelve a sonreír; en la pista de baile que es ahora su memoria, una pareja de viejos aparece vestida toda de blanco, enamorada y a la una de la mañana en la discoteca Latin Quarter que quedaba en la 96 con Broadway. “Cuando los ví, quise tener 60 años y bailar un día así con mi pareja. Ahí empezó mi historia de amor con la salsa: yo amo la salsa y llevo muchos años bailando, el baile es la única religión que practico…”

Pero Whitney no es bailarina. Al menos no de profesión. La vida luego, en sus vueltas convencionales, la llevaría a estudiar lo mismo que su papá y sus dos hermanos: Economía. Ella, en la universidad de Columbia. Y entonces poco a poco y casi sin darse cuenta  empezó a recorrer el mismo camino; primero la Bolsa de Nueva York, codazos con tiburones de saco y corbata, luego una maestría en Economía Internacional, y después, uno de los sueños para un economista en esa ruta: un contrato con la firma JP Morgan Chase, que Wikipedia explica como una de las empresas de servicios financieros más antiguas del mundo.

Allí su trabajo consistía en liderar un grupo de 10 personas, dedicadas a las inversiones en mercados emergentes. “Entre nosotros manejábamos entre 50 y 60 mil millones de dólares. Manejando dinero de los Gobiernos, de cooperaciones muy grandes, de fondos de pensiones, yo me reunía con clientes que te podían preguntar cualquier cosa: qué está pasando en Sudáfrica o cómo tiene Rusia, en su presupuesto, el precio del dólar. Cualquier cosa”.

Así que para eso debía viajar haciendo investigaciones en distintos lugares: Nigeria, Ghana, Indonesia. Cuando Chávez estuvo enfermo y arropado de enigma, se fue a Venezuela a reunirse con un oncólogo para tratar de determinar la verdad de su estado de salud y poder prever algo de la incidencia que en la economía mundial llegaría a tener la muerte del presidente venezolano. Era un trabajo súper chévere -dice ella apropiadísima del término valluno-, pero a la vez muy vacío porque todo tenía que ver con plata. “En esos viajes yo la parchaba más con el conductor de un carro que con el presidente de un banco”.

Más o menos quince años después de haber comenzado esa vida, Whitney Cox tenía un gran trabajo en Nueva York, un gran sueldo, medio mundo sellado en su pasaporte, y amigos a los que veía cada vez que sus agendas extrañamente coincidieran en alguna cena. Una mañana, entonces, Whitney Cox despertó sintiéndose no viva, sino sobreviviente, recuerda ahora a los 38 años. Para volver a la vida, en enero del 2015 renunció a todo eso. Para volver a la vida, ahora está viviendo en Cali. Y desde hace dos meses dirigiendo la Fundación Alvaralice, ese músculo gigante pero silencioso que ha empujado proyectos tan vitales para esta ciudad como el Tecnocentro Cultural Somos Pacífico, en Potrerogrande, que es la ‘nave espacial’ que a través de programas artísticos y tecnológicos, y de generación de ingresos, le acercó el mundo a la otra ciudad donde antes no aterrizaba ni la Policía.

“El universo necesita que cada uno ame lo que haga, esa es la mejor manera de servir porque amando lo que se hace es cuando va a aparecer la mejor versión de tí mismo”, dice desde su oficina, en un edificio al sur de la ciudad donde la Cali más verde, en forma de montañas y árboles, le alegra la ventana.  Sonrisa. Los ojos de Whitney Cox son muy bonitos. No por azules sino por la capacidad de fijarse en la esencia de las cosas, tan invisible tan a menudo.

¿Cómo se ve Cali desde ahí?

Aquí hay una mezcla de todo que crea una salsita de gente muy interesante, una energía que no siento en ningún otro lugar. Tiene que ver con la música, la comida, el Pacífico, el paisaje, la naturaleza, la energía del río, el viento que empieza a las 4 de la tarde. Para mi Cali tiene una conexión salvaje, no en el sentido despectivo, sino en la manera más pura: en Cali me conecto con la esencia humana.

 ¿En serio quería entrar a la Bolsa?

(Sonrisa) No creo. Fue una decisión más de responsabilidad y expectativa, toda mi familia lo hacía… Entonces como que uno crece en ese mundo y de pronto ni se toma el tiempo: no pensé  tener el derecho, o el lujo, de hacer algo que me tocara el corazón; eso no lo pensé a los 22 años y luego uno empieza a trabajar y  ese mundo te come vivo, ¿no? 

¿Cómo termina en Colombia?

Al renunciar encontré la oportunidad de hacer un intercambio a través de un fondo suizo  que hace inversiones en compañías de impacto social y que cada  cada año escoge 15 profesionales para ubicar en las empresas que tiene, durante diez meses;  me ofrecieron  Brasil pero yo quería volver a Colombia; antes de la maestría había venido y ya tenía muchos amigos colombianos y caleños. La primera vez que vine, por 2004-2005, dije ¿Qué?. ¿Qué es esta locura? Noooooo, yo amo Colombia, yo quiero vivir aquí...

Cuestión de magnetismo...

En Quibdó, en el festival de San Pacho,  tuve  una de las mejores experiencias de mi vida:  un día no había agua y a nadie le importaba si estaba bonito o no,  la única cosa  de qué preocuparse era  salir a bailar y pasarla bueno con los amigos, ¡porque eso es la única cosa que hay! ¡y el sitio para eso es la calle! ¡y bailamos toda la noche! Estaba vibrando con tanta felicidad  y decía: sería cheverísimo montar una fundación mía en Cali, que trabaje con baile, música, con la población de Aguablanca… Y esa semana la llamada: ¿te gustaría trabajar en una fundación en Aguablanca que trabaja con proyectos de paz?

Una de las misiones de Alvaralice es la construcción de paz. ¿Cómo se hace eso  en Cali?

Tener la posibilidad de pagar por las responsabilidades individuales es muy importante, pero hay otra parte que  hoy en día está tomando más importancia, que es el desarrollo de la parte humana. En parte también por eso salí de lo que estaba haciendo, no podía vivir en paz  si no hacía algo de acuerdo con el espíritu; entonces si a esos niños les enseñas que hay otras formas de expresarse, otras formas para hablar con el mundo, ¡se sentirán parte del mundo! (Sonrisa) Por eso amo tanto el proyecto del Tecnocentro.

El Tecnocentro que ha salvado y sigue y sigue salvando pelados...

¡Qué tal esa locura tan hermosa! La mayoría de tiempo lo paso tratando de lograr su sostenibilidad financiera. El Tecnocentro  se ha vuelto  el Polo Norte de esa comunidad; cada vez que hay una visita oficial, es allá: ¡y  hay como tres visitas por semana! Y eso no es importante solo para el Gobierno  sino para los niños que están ahí,  en ese barrio donde antes no entraba  nadie, niños sintiéndose importantes porque  de afuera vienen y dicen ¡woaaaaooo! Entonces  la gente se empieza a sentir empoderada,  la perspectiva cambia: ahora  pueden tocar violín, o trabajar con computadores, o descubren que cantan, o que son  tesos bailando. Empiezan a retar los estigmas. Son los efectos multiplicadores que tiene un lugar así.

En la búsqueda de su sostenibilidad, ¿sigue siendo complicado explicar Cali, su contexto y sus líos?

La mayoría de los gringos todavía cree que Colombia se escribe con ‘u’… (sonrisa)

Ha tenido que escuchar mil cosas, sobre su decisión de estar aquí...

Creen que  estoy loca. Mucha gente es  como ¿qué te pasa? nosotros la pasamos tratando de poder llegar a Nueva York, nosotros quisiéramos estar viviendo allá y tú te vienes para acá, ¿qué estás haciendo aquí? Pero yo  siento que tengo una vida increíble acá:  bailo con los ‘pelaos’ en Aguablanca, estoy haciendo apnea, me voy a Sabaletas a entrenar con tanques, estoy trabajando duro-duro, por un proyecto que amo. (Sonrisa) Mira eso-dice señalando la ventana-, la belleza de Los Faralllones, el verde, esas cosas son fantásticas;  para tener eso en Nueva York uno tiene que  tomar un  avión e irse de vacaciones.

Un día en NY y un día aquí...

Allá mi vida estaba agendada cada minuto, aquí no, ¿cómo? Me siento muy acompañada en Cali, tengo amigos muy chéveres, aquí es como: ‘quiubo’ qué más, vamos al río, te acompaño a hacer mercado…

¿Volvería a trabajar para un banco?

Tenemos una expresión en inglés: never say never (nunca digas nunca)… La vida no es líneas derechas, pero siento que ahora estoy enfocada  en seguir mi corazón y no las expectativas de los demáS. Si uno arriesga y está siguiendo su corazón, no pierde, nunca pierde.

¿Antes, nunca un riesgo así?

Honestamente, no tenía el coraje. Estaba tan desconectada de mi corazón que ni estaba consciente de lo que sufría. Porque uno no se da el derecho de seguir el corazón. Porque crecimos así, creyendo que es un lujo amar lo que uno hace. ¿Y cómo así? Si amando lo que se hace es como uno cambia el mundo, ¿no? (sonrisa).

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