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Una sola oreja cortada en tarde de buen toreo en la Plaza de Cañaveralejo

Tres leones se entregaron en procura de agradar, ante un dispar encierro de Ernesto Gutiérrez Arango. Luis Bolívar cortó la única oreja en una tarde en la que la espada se negó a hacer su tarea. Hoy, última corrida.

30 de diciembre de 2012 Por: Víctor Diusabá Rojas | Especial para El País

Tres leones se entregaron en procura de agradar, ante un dispar encierro de Ernesto Gutiérrez Arango. Luis Bolívar cortó la única oreja en una tarde en la que la espada se negó a hacer su tarea. Hoy, última corrida.

Sobraron ganas. Tantas, que decir que hubo voluntad es lindar con la mezquindad. No hubo gota de sudor para ahorrar y cuando fue necesario fajarse, con la piel abierta y desnuda, se hizo con grandeza, sin aspavientos. ¿Y todo eso para apenas una oreja?, preguntará el vecino que mira el recorte en su cómodo sofá. Sí, todo eso para una oreja, porque en este antepenúltimo día del año, los trofeos, como en la vieja máxima del toreo, no fueron más que desperdicios, por cuenta de la espada, ese amigo que suele darles la espalda a los toreros cuando más lo necesitan.¿Con qué comenzar? ¿Con el heroísmo de Diego González? ¿Con esa faena de un bravo a un manso de El Juli a su segundo? ¿O con la entrega sin fin de Luis Bolívar, dispuesto, siempre, a sacar agua del desierto?Todos ellos hicieron la tarde ante un encierro de Ernesto Gutiérrez Arango que no encontró la forma de redondearla, porque, antes que nada, faltó regularidad. Y si bien se le dio la vuelta al ruedo al tercero de la tarde en el arrastre (hasta ahora la única en lo que va de Feria), no menos cierto es que en varios ejemplares, como primero y quinto, la falta de casta se hizo más que evidente, mientras los demás, sin llegar a ese extremo, sí anduvieron en el límite. Para entrar ahora sí en materia, quién sabe si al final Luis Bolívar se sintió recompensado con ese apéndice que consiguió en el sexto, que brindó, imaginamos a manera de desagravio, a El Juli por ese costoso bache con la espada en que anda el torero español. Lo más probable es que no. Porque la actitud y las cuentas daban para más.En el tercero, el torero nacional desgranó un repertorio digno de enciclopedia, desde los diversos lances de recibo, hasta las bernadinas con que cerró su faena. Ahí quedaron esas cacerinas con que puso el toro en la ruta de su picador, la versión de Luis sobre el cartucho de pescado y esos muletazos en los que emergió, de nuevo, su madurez. Pero la espada aguó la fiesta.Esa misma espada que, en cambio, en el sexto, le permitió tocar pelo, después de buscar pelea ante un toro al que había que obligar, sin encontrar mucho eco en él.Un turno antes, en el quinto, El Juli decidió llevarle la contraria a lo que dictaban la razón y el corazón. Había ahí, por delante, un manso dispuesto a marcharse vestido de indignidad. Julián lo vio tal cual, pero decidió hacer eso que separa a una diminuta minoría de la gran mayoría, no solo en los toros sino en la vida: se atrevió e inventó. Y de ahí, de la piedra, brotó agua. Que no es un milagro sino la fuerza del trabajo y de la técnica. Hubo lopecinas, sí, pero por encima de ellas, muy lejos de ellas, esos naturales frente al Tendido 2, en los que paró el tiempo. Cada toro tiene su lidia, dice el refrán. Gracias maestro por recordárnoslo, sobre todo de esa manera que perdurará por mucho tiempo en la memoria de Cañaveralejo.En el otro, segundo de la tarde, hizo otra de las tres faenas con las que en este ciclo tocó la puerta grande, sin encontrar que la suerte le abriera. Fue esta vez una lección de capote e incluso de raza para recuperar el percal que el animal le había rapado de las manos. Luego, con la muleta, frenó el viento y ahormó la embestida, hasta subir al toro en un carrusel imaginario, para ver cómo los redondos se sucedían hasta volverse costumbre. Pinchó arriba dos veces, sin soltar, y luego, con el descabello, todo se hizo hueso. Ovación.Y Diego González se ganó otro lugar en la historia de la corrida. Más allá de la fea herida en la pierna derecha que ni siquiera se miró, tuvo torería para mantenerse en línea, la de la ortodoxia, con muletazos limpios, antes de salir del cuarto de la corrida. A pie se marchó a la enfermería, mientras la gente le tributaba su sentimiento de respeto y admiración. Sobre el primero, hay poco que decir, apenas que nunca quiso dar la cara que tanto le exigió este torero caleño, siempre vigente.

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