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Opinión: a propósito del joven muerto en las celebraciones por el triunfo de Colombia

Juan Camilo vivía en uno de los barrios más violentos de la ciudad y quería ser diseñador gráfico. ¿Podríamos darnos a nosotros mismos, además del orgullo de ser buenos futbolistas, el de ser buenos ciudadanos?

1 de julio de 2014 Por: Yefferson Ospina | Reportero de Elpais.com.co

Juan Camilo vivía en uno de los barrios más violentos de la ciudad y quería ser diseñador gráfico. ¿Podríamos darnos a nosotros mismos, además del orgullo de ser buenos futbolistas, el de ser buenos ciudadanos?

El pasado sábado, usted, yo, sus hijos, los chicos que viven en su barrio, los chicos que viven en los pueblos, las abuelas, los abuelos, las 45 millones de personas que habitan este fragmento de tierra que llamamos Colombia, celebramos uno de los acontecimientos más queridos que la historia de este país tendrá en mucho tiempo: por primera vez, la Selección Colombia llega a cuartos de final en una Copa Mundial de Fútbol. Nuestra celebración era justa: hacía 16 años que Colombia no iba a un Mundial y, ahora, con esos jóvenes nacidos en las tierras más pobres de este país, con esos jóvenes que llevan en su historia toda la dura historia de este país, le mostrábamos al mundo una imagen renovada de lo que significa ser colombiano. Y, sin embargo, como si la mancha de la tragedia y la brutalidad persiguiera a los colombianos como una maldición, ese mismo día en medio de lo que habría de ser solo alegría, protagonizamos más de 5.000 riñas en todo el país, violamos nuestras propias leyes y, como si no nos bastara, aquí en Cali un joven murió atropellado por una motocicleta en la que otros dos jóvenes celebraban con la camiseta de Colombia puesta. El joven, apenas un niño de quince años, se llamaba Juan Camilo. Cuando la motocicleta lo atropelló, agitaba una bandera en sus manos como probablemente lo hizo usted, o su hijo, o su hermano, o su padre. Este martes hablé con la madre de Juan Camilo. A veces el ejercicio del periodismo suele ser descarnado y nos hace sentir intolerablemente impertinentes. ¿Ir hasta donde aquella mujer a retratarla y a que me hablara de un dolor que apenas comenzaba y que iba a ser para siempre? Me consuela pensar que cada una de las palabras que esa mujer me dijo servirá para evitar otra de esas tragedias. Juan Camilo nació el 19 de septiembre de 1998 en el Hospital Universitario del Valle, exactamente el lugar al que llegó este sábado hacia las 6:00 p.m., con su cuerpo aún vivo pero su mente ausente: le diagnosticaron muerte cerebral. Hasta sus 10 años, Juan Camilo vivió en el barrio Manuela Beltrán. Luego, su madre Sandra y su padre Ubeimar, así como sus dos hermanos menores, se mudaron al barrio Marroquín. Ambos barrios están en la comuna 14 del oriente de la ciudad, una de las comunas más violentas de Cali que solo en 2013 vivió el asesinato de 118 personas. La razón de esa violencia es múltiple, por un lado, en esa comuna hay más de 30 pandillas conocidas, operan varias estructuras criminales, la mayor parte de la gente vive en condiciones más que precarias. Al ver las cosas así, es inevitable pensar que Juan Camilo era uno de esos chicos que nacen y crecen en contra de todas las posibilidades, uno de esos chicos que pronto son atrapados por las pandillas, por las bandas criminales, por las drogas, por el crimen. Pero no, Juan Camilo cursaba noveno de bachillerato en el Liceo Mixto Emperador y, además, estudiaba en el Sena mantenimiento de computadores. Juan Camilo, también, hacía parte de la Policía Juvenil de la Estación de Los Mangos, en el oriente de Cali. Cada sábado, desde las siete de la mañana hasta la una de la tarde, Juan Camilo iba hasta la Estación, formaba, trotaba, aprendía de leyes, de convivencia, de solidaridad con los otros, de respeto por los otros, de respeto por las normas. Irónico que una violación a una norma simple y razonable, a la prohibición de circular en moto durante ocho horas establecida precisamente para evitar casos como el suyo, hubiera terminado con su vida. A veces he tenido la sensación de que si hay una figura literaria que resuma mejor toda nuestra historia es esa, la ironía. Al pensar en la historia de Juan Camilo, de nuevo, es inevitable pensar también en la historia de Juan Guillermo Cuadrado, el volante de la Selección, o la de Juan Fernando Quintero, o la de Fredy Guarín, o la de Ibarbo, o la de Ramos. Inevitable, sí, porque cada una de esas historias tiene un episodio común. Cuadrado sufrió la muerte de su padre en Necoclí, a manos de los paramilitares: oyó los disparos y los insultos y luego padeció el dolor incomprensible de la muerte. El mismo que ahora padecen Sandra y Ubeimar, los padres de Juan Camilo. Juan Fernando Quintero, por ejemplo, creció en la comuna 13 de Medellín, que como la comuna 14 de Cali, es la más violenta de esa ciudad. Víctor Ibarbo, por otro lado, fue testigo de todas las turbulencias del barrio El Vallado de Cali, otro de esos barrios en donde se vive la paradoja de las decenas de niños muertos por las balas y los pocos que, sobrepuestos a la violencia, se convierten en la mejor imagen de todo un país. Juan Camilo, por su parte, no soñaba con ser un jugador de fútbol. Amaba la Selección Colombia tanto como al Deportivo Cali, dice su madre. Pero su verdadera pasión era la de ser un diseñador gráfico. No quería ser un futbolista, como Quintero, pero como cada uno de los jugadores de la Selección, quería ser el testimonio de la grandeza individual que hay en sobreponerse a las contrariedades, a la guerra y a la violencia y ser un hombre bueno. Quería eso, paradójicamente, la opción más difícil. Pero aquel deseo y aquella determinación murieron el pasado domingo. Doce horas después de que Juan Camilo llegara al Hospital con muerte cerebral y su cuerpo siguiera funcionando mecánicamente, impulsado por los aparatos médicos, sus familiares decidieron desconectarlo. Su muerte es una triste y devastadora alegoría: Juan Camilo murió cuando un grupo de colombianos celebraban el triunfo de un puñado de jóvenes que le demostraban al mundo justo aquello que Juan Camilo quería demostrarse a sí mismo y a su familia: que este país está lleno de historias de heroísmo, de grandeza y humildad. La madre de Juan Camilo está en su casa, en el barrio Marroquín, en donde el cadáver es velado. Aún pueden verse las banderas de Colombia. Junto a ella está el padre y los hermanos y otros familiares. “Usted no sabe lo que se siente perder a un hijo”, dice. “Yo solo le pido a la gente que sean prudentes, respeten a la autoridad, que sean precavidos, que sepan celebrar. Porque no saben el daño que pueden llegar a causar”. Quiero pensar que cuando menos, todas las personas que saben leer en esta ciudad se enterarán de lo que la madre de Juan Camilo me dijo. Quiero pensar, acaso con algo de inocencia, en que para el próximo viernes esas palabras tendrán algún efecto. Es posible. Creo que eso sería un triunfo mayor que vencer a Brasil.

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