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Gerardo Bedoya, editor de opinión de El País, asesinado en 1997. Archivo de El País | Foto: Archivo/ El País

Memorias de una amistad eterna

Diego Martínez, Director de Información de El País, relata los días de amistad que tuvo con el entrañable periodista Gerardo Bedoya Borrero.

19 de marzo de 2017 Por:  Diego Martínez Lloreda / Director de Información de El País

Recién aterrizado de España, donde viví durante tres años, me reintegré a El País. Ya había trabajado en este diario, con algunos paréntesis, entre 1984 y 1991. Corría el año de 1994. Al regresar al periódico, me encontré con que al frente de la labor periodística estaban dos maestros del oficio: Luis Cañón y Gerardo Bedoya Borrero.

Eran la mano derecha y derecha del entonces director Rodrigo Lloreda Caicedo. Al menos en la forma, eran como el agua y el aceite. El uno, Cañón, bogotano de origen humilde, que nunca ocultó, y el otro caleño y de estirpe aristocrática. Pero en el fondo se parecían: rigurosos, exigentes, impolutos, frenteros. Quizás por ser tan parecidos poco se entendieron.

Días después de mi reincorporación al diario, acudí a la oficina de Gerardo con la firme intención de recuperar la columna que escribía antes de irme a España. Le entregué los siete artículos que me había publicado El País de Madrid, como carta de presentación. Ni los miró. Lo primero que me sorprendió es que me tenía perfectamente identificado.

“Conozco a Ana Cecilia y Rodolfo (mis padres) hace años. Hice política con y contra tu tía Merceditas. Cómo te fue en España”. Pero yo no estaba interesado en contar mis vicisitudes en la Madre Patria sino en recuperar mi columna. Así que le planteé la cosa a Gerardo. “Muy sencillo, Dieguito (siempre me llamo así) cuando tengas un tema, escribe la columna y me la traes”. Yo, la verdad, me ofendí. Sentí que me estaban poniendo a prueba. ¡A mí, que ya había sido columnista un buen tiempo y que había publicado siete artículos en el diario más importante de la lengua castellana!

Pero ni modo. O era eso o no tener columna. Y procedí a escribirla. La titulé ‘La cacareada decisión de la Corte’ y hacía referencia a la decisión de la Corte Constitucional de legalizar el consumo de la dosis mínima de alucinógenos. Se la llevé a Gerardo. “Déjame ver tu escritico”, me espetó. Al rato me la devolvió llena de enmendaduras. Corregí y se la volví a llevar. Me la volvió a devolver. Nueve veces se repitió ese ejercicio, hasta que Gerardo consideró que ‘el escritico’ cumplía los requisitos para ser publicada.

Finalmente ese primer escrito bajo la ‘era gerardiana’ apareció el día 24 de mayo de 1994. Aunque fue un enorme golpe a mi ego, aprendí la lección. En la siguiente columna me pulí al máximo. Resultado: sólo me la devolvió tres veces. Eso sí, adopté de por vida el método gerardiano para evaluar cualquier escrito: si alguien quiere que le publique algo, que lo escriba. Esa es la única referencia que vale.

Con Gerardo aprendí tres cosas fundamentales como columnista: la importancia de ser original, la economía de las palabras y, sobre todo, el rigor. Y es que él era el más riguroso como escritor y como columnista. Sus columnas y editoriales, que escribía sobre un pliego de papel periódico en su vieja máquina de escribir, eran impecables. No el original, claro, porque él era perfeccionista y corregía sobre lo corregido, sino lo que aparecía publicado.

Durante los siguientes seis meses, mis escritos se destinaron a tapar los huecos que dejaban las columnas que no se podían publicar por enfermedad o vacaciones del autor. Pero a Gerardo le divertía mi irreverencia, que no solo me ponderaba sino que incentivaba (“Dieguito eso está muy flojo”, me decía para convencerme de que le metiera más veneno).

Gozó como un enano con una columna en la que me burlé de forma inmisericorde de Pardo Llada (obviamente alentado por Gerardo), a quien Mauricio Guzmán nombró Alcalde del “Rrrío Cali”. El motivo de la sátira era la idea del cubano de traer unas góndolas de Venecia para que recorrieran ese hilo de agua. Por cuenta de esa columna, que titulé ‘No engallemos el río’ Pardo me la montó.

Y en todas sus columnas de Occidente metía un párrafo en el que hablaba de “Martínez Lloreda, el enemigo número uno del Rrrrío Cali”. Cuando, desesperado de esa sucesión de vainazos, me quejé con Gerardo y le reproché que me hubiera dado pedal para escribir contra el cubano, me respondió: “Pero de qué te quejás, en lugar de disgustarte con Pardo debías agradecerle que te está volviendo famoso”.

Un buen día nos invitó a almorzar al Club Colombia (su plato preferido era el steak tartar SIN anchoas) a Mario Fernando Prado y a mí, quienes según él conformábamos la “franja sideral” de los columnistas de El País.

Mientras devoraba su tartar, no hizo más que regañarnos. Nos tildó de irresponsables. Nos dijo que manejábamos el idioma con los pies y nos acusó hasta de inventar palabras. Que de gramática no teníamos idea, que sólo escribíamos pendejadas. Al cabo de semejante catilinaria, Mario Fernando y yo no esperábamos nada diferente a que se nos notificará que no escribíamos más en El País. Pues, para nuestra sorpresa, hizo todo lo contrario: nos notificó que a partir de ese momento íbamos a tener dos columnas semanales. “Ustedes son lo peor, quitando a todos los demás”.

Ese era Gerardo Bedoya. Un hombre lleno de paradojas. Godo de los de la “batalla antigua”, como dice su amigo Luis Guillermo Restrepo, sin embargo en ocasiones asumía posiciones que rayaban con lo subversivo.

Le encantaba, también, que en la páginas editoriales de El País se expresaran todos los puntos de vista ideológicos. Quizás nunca hubo más pluralismo en esas páginas que cuando fueron dirigidas por Gerardo. Era cascarrabias y necio, pero su generosidad no tenía límites. Le encantaba que la gente brillara, no competía con nadie.
Era dueño de una verticalidad inquebrantable. Sus principios no los negociaba. Como buen conservador pensaba que sin orden y disciplina nada era posible. Era amigo de llamar las cosas por su nombre y le chocaba que a los caleños les encantara dar mil vueltas para decir cualquier cosa.

Por esa verticalidad, El País fue el primer periódico de Colombia que pidió la renuncia de Ernesto Samper a la Presidencia. Desde el mismo momento en que Fernando Botero le dijo a Yamid Amat que Ernesto Samper sí sabía de la infiltración de dineros del narcotráfico a su campaña, Gerardo aseguró que lo único digno que le quedaba a Samper, y a Colombia, era la renuncia del Mandatario.

Por eso, al día siguiente de esa revelación, se dio a la tarea de convencer a Rodrigo Lloreda, hombre mesurado y reflexivo que era más amigo de asumir una posición más moderada, de la necesidad de que El País en su editorial le exigiera la dimisión al Presidente.

Fui testigo de ese diálogo entre esas dos mentes lúcidas como pocas. Y los argumentos de Gerardo fueron tan contundentes que al día siguiente apareció ese histórico editorial que planteaba la renuncia de Samper como la única salida posible para la crisis institucional que generó la explosiva manifestación de Botero. Quizá este país sería muy diferente y nos hubiéramos ahorrado muchos escándalos si Samper hubiera tenido la grandeza de dar un paso al costado. No se equivocó Gerardo.

Era Gerardo Bedoya dueño de un humor cáustico. No olvido la actitud que asumió frente a una columna q ue escribí haciendo un paralelo entre los dos restaurantes de moda en esa época en Cali. Ambos de exquisita cocina, se diferenciaban en el trato que sus dueños daban a sus clientes.

Él uno, un señor muy respetable, pero gruñón, que se ponía bravo cuando uno pedía un plato diferente del que él recomendaba. Y la otra, una dama preciosa que se esforzaba por complacer a sus clientes. Gerardo me ‘colgó’ la columna porque la consideraba innecesariamente irrespetuosa (el irrespeto solo lo aceptaba cuando era imprescindible), pero andaba con ella en el bolsillo y se la leía, muerto de la risa, a sus cercanos.

Una anécdota pinta de manera inmejorable el carácter de Bedoya. Se acercaban algunas elecciones regionales y un grupo de columnistas de la ciudad tuvo a bien organizar almuerzos con los diferentes candidatos a la Alcaldía de Cali, para escuchar sus planteamientos.

En uno de esos almuerzos, una vez que intervino el aspirante de turno, una connotada periodista se emocionó tanto con la presentación del político, que se paró y le anunció: “Sé que interpreto a mis colegas, doctor, cuando manifiesto que las suyas son las propuestas que más le convienen a la ciudad. Cuente con nuestro voto”.

Acto seguido, Gerardo que era alérgico a las lagartadas y a los lagartos, por lo cual poco brilló como político, interrumpió la salva de aplausos que siguió a la espontánea adhesión de la periodista y le notificó al candidato: “Fulanito, no te emociones porque la semana pasada invitamos a tu mayor rival y la señora afirmó lo mismo”.

Ese era Gerardo Bedoya, el hombre que fue asesinado hace ya 20 años en circunstancias que nunca se aclararon -en Colombia lo raro sería lo contrario- pero que dejó una profunda huella entre quienes lo conocíamos. No voy a decir la lagartada de que Gerardo sigue vivo, él no me lo perdonaría. Pero sí puedo afirmar que la que entable con él ha sido la amistad más lucrativa y rentable que he tenido en mi vida. Apenas fui su amigo tres años, entre mediados de 1994 y el 20 de marzo de 1997, cuando lo mataron. Pero nunca en tan breve lapso -36 meses, lo que uno dura pagando un carro- había disfrutado y aprendido tanto. Gracias Gerardo.

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