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Los empleos de alto riesgo que 'nadie ve' en Cali

En el Día del Trabajo, historias de hombres que se ganan la vida cumpliendo oficios que no muchos desearían y de los que pocos, muy pocos, se percatan. Crónica de empleados ejemplares.

1 de mayo de 2011 Por: Jorge Enrique Rojas, Reportero de El País

En el Día del Trabajo, historias de hombres que se ganan la vida cumpliendo oficios que no muchos desearían y de los que pocos, muy pocos, se percatan. Crónica de empleados ejemplares.

Quizás la peor parte del trabajo de este hombre le corresponde a su compañero: si algo sale mal, él, que también es su amigo, deberá convertirse en verdugo.Tendrá que dispararle. En la sien, en el corazón. Tal vez sosteniéndolo del cuello o apretándole una mano, quién sabe. El pacto quedó suscrito hace ya tiempo, mientras las explosiones detonaban al fondo y un cielo revuelto se movía sobre sus cabezas, sucio de pólvora y humo. Este hombre, que le pidió a su amigo que lo matara, dedica sus días a desactivar bombas sembradas por la guerrilla. Un percance laboral, para él, podría ser una mano cercenada, las piernas mutiladas, el estómago vaciado. Ya lo ha visto muchas veces: en los últimos doce años, seis compañeros suyos terminaron así. ¿Cómo se trabaja sabiendo que eso por lo que te pagan puede acabar con tu vida?Con el traje de protección encima, el agente Zeta, de la Policía caucana, parece un hombre invencible. Un astronauta terrenal preparado para conjurar peligros de otro mundo. No es poesía de guerra: entre los campos de hierba por los que transitan campesinos, estudiantes, ancianos inocentes, las bombas que están sembradas por ahí pueden sacarlo todo de órbita. En los últimos quince años, en el Cauca se registraron 428 accidentes por minas antipersonas y artefactos explosivos abandonados. 209 personas terminaron muertas. La escafandra camuflada que lleva Zeta es más que un artilugio de batalla.El traje pesa 50 kilos y está hecho en Kevlar, una fibra similar a la de los chalecos antibalas, pero tan pesada que caminar con él es como dar pasos con un niño de 12 años prendido de la espalda. Es hermético. Tanto, que antes de ponérselo, el agente debe enfundarse en un pijama recubierto de venas plásticas que hacen circular chorros de agua como sistema de refrigeración corporal. Lo que se siente allá adentro, el infierno del calor y la tensión, puede hacer que un hombre pierda uno o dos kilos en cada operativo. Los técnicos antiexplosivos son, también, astronautas anónimos que se derriten en silencio. Este año Zeta ha trabajado en la desactivación de 42 artefactos dejados por las Farc. Las llamadas llegaron en la madrugada, a la mitad de la noche, en medio de cenas familiares. Parece una estrategia para quebrar la voluntad: las emergencias aparecen en los tiempos más calmos. En el 2010 coordinó la detonación de 385 tatucos y 45 cilindros incautados: bombas artesanales en la que además de metralla, heces fecales, tornillos, gasolina, barbaridades ya conocidas, los guerrilleros ahora ponen cianuro. La fabricación de una de esas armas le vale a las Farc doscientos mil pesos. La escafandra del agente Zeta le cuesta al Estado cuatrocientos millones. Adentro sólo le caben dos cosas: un sistema de comunicación para hablar con el apoyo y una estampita de Sor Juana de Arco, mártir que murió en la hoguera.Afuera del traje, Zeta es un hombre de pelo cortado a ras,ojos saltones, largas manos de basketbolista. Tiene tres hijos de 20, 19 y 6 años, y una incipiente pérdida auditiva de la que se burla al confesarla. Él la explica como uno de esos gajes de los oficios; como si fueran las ampollas en las manos de un labriego. “Eso es lo único que las bombas me han quitado”, dice con sorna, como queriendo minimizar el heroísmo que se esconde bajo esa sordera.Zeta, que hace tres años habría podido jubilarse, dice que hace ese trabajo por una razón simple: este país, segundo en el mundo con mayor número de víctimas por minas, tal vez pueda prescindir de oficinistas, abogados, arquitectos, pero no de alguien que desactive bombas. Afuera del traje, Zeta es un hombre con un sueño recurrente: sueña con un carrobomba en la mitad de un pueblo, con una llamada, sus manos sobre el circuito. “Pero alcanzo a desactivarlo antes de despertar”. Qué tristeza tener que celebrar su empeño.La sonrisa en el vidrioEn el piso 44 de la Torre de Cali, a 118 metros de altura, la seriedad es un asunto de supervivencia. Una carcajada desenfundada sobre la canastilla que transporta a los operarios que limpian los vidrios más elevados de esta ciudad, puede generar un temblor catastrófico. No es broma: allá arriba están prohibidos los chistes. Arlex Ortegón, el limpiavidrios más experimentado del edificio, hace la advertencia a cada operario antes de empezar el oficio: arriba no se hacen chanzas, no se come, no se fuma, no se canta. Desde el otro lado de la placa de cristal, suspendidos en el aire mientras mueven sus manos armadas de trapos y paños, los limpiavidrios se ven como una suerte de mimos tristes.Arlex tiene 47 años y desde el 82 trabaja en esa, la segunda construcción más alta de Colombia. Llegó con la empresa encargada de instalar los marcos de aluminio sobre los que se montaron los ventanales y aceptó quedarse a trabajar directamente con el edificio para hacerle mantenimiento. Desde entonces lo ha limpiado 87 veces. A él, nadie lo sabe, se le debe parte del crédito de las postales turísticas donde la torre luce resplandeciente, imponente bajo el cielo del que, dicen, Cali es sucursal.Pero los vientos que se mueven bajo ese cielo idílico, esconden en realidad un peligro mortal. Una corriente inadvertida puede convertir la canastilla, plataforma un poco más larga que el asiento trasero de un bus, en un avioncito de papel. La Torre, el edificio más visible de Cali, debe asearse cuando nadie lo ve: entre las cinco y nueve de la mañana, tiempo de los aires mansos. A esa hora, cada año, se programan tres limpiezas. Cada una tarda mes y medio.Existen dos recomendaciones adicionales para los limpiavidrios que cada tanto contrata Arlex para que le ayuden. La primera: desayunar bien. Nunca se sabe, dice él, cuánto puede tardar una jornada. Arlex, por ejemplo, una vez demoró cuatro horas suspendido en las alturas porque uno de los motores que sube y baja la canastilla se averió. Lo segundo: está prohibido subir enguayabado. Limpiar vidrios, quien lo diría, no es asunto para espíritus festivos.Abajo del edificio, Arlex, separado, padre de un chico de 17 años, tiene un sueño recurrente: se sueña cayendo al vacío. “Pero nunca llego al piso”, dice sonriendo. Sus dientes blancos, qué alegría, se reflejan en el vidrio.Un sueño limpioAycardo Mosquera, el hombre que está metido en el caño, tiene una de las narices más particulares de esta ciudad: desde la puerta de la cocina de su casa puede saber si algún limpión sobre el mesón ya está sucio de grasa y es hora de lavarlo; pero sumergido hasta la cintura en algún canal de aguas negras, puede aguantar horas sin inmutarse. El suyo, podría decirse, es un talento olfativamente bipolar.Aycardo es uno de los cinco hombres que se ganan la vida limpiando los 93 kilómetros de canales por donde corren las aguas lluvias de Cali. Si las cosas funcionaran correctamente, por ahí sólo debería fluir eso: agua lluvia. Pero los canales, convertidos en basureros acuáticos, arrastran ropa, televisores, inodoros, muebles, neumáticos, perros, cadáveres. Los limpiadores de caños son, también, rescatistas de muertos flotantes. Sin su trabajo, las aguas que desembocan en el Cauca llegarían casi convertidas en veneno.Los hombres que hacen esta labor tienen carnés de vacunación más largos que los de un recién nacido: cada tanto deben aplicarles dosis contra la Hepatitis A, B y C, Neumococo, Tétano, H1N1. Eso, un traje tubular que los recubre desde los pies hasta el cuello y una visera sintética, es su protección. Pero el traje puede durar tres o cuatro posturas. Entre el agua también viajan jeringas, clavos, trozos de vidrio. El mayor miedo de quienes trabajan entre aguas negras es, claro, un roto en su vestimenta.Afuera del caño, Aycardo dice que está orgulloso de su trabajo. Y cuenta de una vez que su mamá vio lo que hacía y se puso a llorar. “Entonces lo expliqué que si no limpiaba la M, la ciudad podría colapsar”. Habría podido decir mierda pero dijo M, sólo esa letra, como si su labor, en efecto, conjurara el tamaño de la porquería arrojada por la ciudad. La intención de sus palabras es tan limpia como la de su sueño recurrente: que las aguas un día ya no sean negras. Ojalá.

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