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La historia de Carmen, una de las 2.500 madres comunitarias de Cali

Se llama María del Carmen Flaquer y es una de las 2.500 madres comunitarias que a diario en Cali asumen la tarea de educar y alimentar a hijos prestados. ¿De veras es cierto eso de que madre solo hay una?

31 de marzo de 2015 Por: Por Lucy Lorena Libreros/Periodista de El País

Se llama María del Carmen Flaquer y es una de las 2.500 madres comunitarias que a diario en Cali asumen la tarea de educar y alimentar a hijos prestados. ¿De veras es cierto eso de que madre solo hay una?

Las manos de la tía Carmen lucen siempre las uñas sin maquillar y limadas al rape. No es falta de vanidad. En su caso, enfrentada a la tarea semanal de preparar 180 platos, entre almuerzos y refrigerios, para los doce niños que tiene a su cargo, un ‘manicure’ es algo tan innecesario como contar en la casa con una pala para remover la nieve. 

En un viernes como hoy, por ejemplo, esas manos han preparado colada de bienestarina, masitas de harina de maíz, sopa de pastas, jugo de tomate de árbol y una olla generosa con arroz. Se esmeraron en dejar en su punto una ensalada donde sobresalen habichuelas y zanahorias cocidas, en pelar y tajar decenas de papas que luego pasarían por un sartén caliente, en cortar trozos de queso para el desayuno, y en alistar uno a uno los vasitos con helado que los chiquillos a su cargo comerán antes de marcharse para sus casas.

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Habrán recogido también del suelo un centenar de juguetes entre muñecas despeinadas, carritos chuecos, bolas de pin- pong de colores, castillos de princesas y trompetas de plástico.  

María del Carmen Flaquer, como se llama ella en realidad —antes de que en el barrio Terrón Colorado los niños que han pasado por su guardería redujeran cariñosamente su identidad a la de Tía Carmen— repite a diario la tarea.

Arranca a las cuatro de la madrugada cuando prende las luces de la casona donde funciona el Hogar Comunitario Agrupado Amiguitos y Lobatos, que cuida a pequeños de sectores de la Comuna 1 como Terrón Colorado, Aguacatal y Las Tres Cruces, que no sobrepasan los 5 años.

Hijos de madres que trabajan todo el día; como empleadas domésticas, secretarias, ayudantes de oficina o recicladoras; otras  son mujeres que han llegado desplazadas desde pueblos o barrios violentos o que no tienen qué darles de comer a sus niños en casa. Así de simple, así de difícil.

Algunas más recorren la ciudad en busca de un empleo y varias  son adolescentes precoces que conocieron la maternidad antes que un cartón de bachiller.

En todos los casos, hijos prestados que  acoge como si ella misma los hubiese parido.

La tía Carmen es una de las 2.500 madres comunitarias que se encargan diariamente en Cali de cuidar a chicos que de otra manera estarían al cuidado de una vecina, de una abuela enferma o encerrados sin remedio todo el día en sus casas ante la ‘sin salida’ de una mamá, casi siempre cabeza de hogar, que necesita salir a buscar el sustento de la familia.

Así estaba el mundo precisamente 23 años atrás, cuando un conocido que trabajaba en el Icbf le propuso que se dedicara a este oficio.

Para entonces, María del Carmen pasaba sus días velando amorosamente por su esposo y por Jorge Enrique, el mayor de sus tres hijos. Y era una ama de casa a quien los vecinos solían acudir cuando les urgía aplicarse una inyección o tomarse la presión.  

El barrio no era barrio, eso que hoy todos conocen como Altos de la Bomba de Texaco, ubicado en una colina que alza al inicio de la vía al mar, sino una invasión que en los 90 recibía sin talanquera a decenas de familias que  buscaban allí tiempos más gratos.

El paisaje de esos días sigue nítido en la memoria de la tía Carmen: casuchas en hilera, algunas a medio hacer, levantadas sobre calles sin asfalto.

Su propia casa, está donde hoy funciona el hogar comunitario donde trabaja, era un lote que de a poco se fue construyendo, primero con un salón, después con algunos cuartos.

Y seguía aún en obra gris cuando la mujer comenzó a convocar a los niños más necesitados del sector para cuidarlos.

Llegaron por montones, recuerda ahora. “Uno los veía flaquitos y caminando descalzos por ahí.

Era mucho lo que había por hacer. Me habían pedido que cuidara solo a  quince, pero era tanta la necesidad que al comenzar llegué a tener hasta treinta”, cuenta  Carmen. 

Le insistieron entonces  que no podían ser tantos. Que eso no era permitido: una madre comunitaria debe tener como máximo a doce. Pero, incapaz de cerrarle la puerta a alguno de esos ‘hijos adoptivos’, “di la batalla, agoté todos los recursos hasta que me permitieron tenerlos”. 

Finalmente se abrieron dos hogares comunitarios en esta misma sede. Y lo que ocurre en ambos es lo mismo: los chicos comienzan a llegar desde las 8 de la mañana y permanecen en el lugar hasta las 4 de la tarde.

Allí desayunan, allí almuerzan, allí toman dos refrigerios, allí juegan, hacen la siesta, aprenden a hablar y a dejar el pañal. 

Allí, además, aprenden palabras como afecto. Porque María del Carmen además del curso técnico en primera infancia que estudió durante dos años en el Sena,  aprendió por su cuenta a doctorarse en corazones tristes, en niños faltos de amor, en marcas de maltrato físico  que dejan cicatrices en el alma, en chicos que dicen palabras soeces y responden con golpes pues es eso mismo lo que viven en sus casas. 

Las mamás no se explican cómo, pero los pequeños cambian. Aprenden a decir gracias y por favor.

La tía Carmen lo llama ‘terapia del afecto’. Y procura, después de conversar una y otra vez con esas mamás, que se replique también en los hogares. Y funciona. Siempre funciona. Entonces esos niños llegan un día contando el  milagro: “ya mi mamá me abraza”; “si viera, tía, que ya me besa”; “me siento feliz porque me dijo que me quiere”.

Ese trabajo lo hace cada mes cuando reúne a las familias en el hogar comunitario y les habla sobre los derechos de los niños, sobre la importancia de dedicarles tiempo.

“Hay papás muy receptivos, otros en cambio no toleran que los cuestionen y terminan sacando a sus hijos. Pero es que las familias son vitales en este proceso porque el ambiente en el que estos niños se mueven es muy complejo, se ven expuestos a pandillas, al vicio”.

Es lo que más mortifica a la tía Carmen. Abrir el periódico o la puerta de su casa para recibir la noticia triste de que alguno de los pequeños que han pasado por su hogar comunitario resultó muerto, fue violado o visto por ahí vendiendo drogas o fumando vicio en los parques. 

Sucede todo el tiempo. Porque los pequeños, una vez cumplen 5 años, deben abandonar esa patria amable que es la casa de una madre comunitaria para entrar a la vida escolar. “Uno se encariña con ellos. Cada niño nos deja marcada, llenas de recuerdos. Tener que acompañar a uno de sus niños a su propio entierro es algo que lo llena a uno de dolor. Porque uno se esmeró en cuidarlos, en quererlos”. 

Pero aunque ya no estén bajo su cuidado siguen llamándola tía. Algunos, de regreso del colegio camino a su casa, pasan por el hogar preguntándole por un bocado de comida. O le cuentan sus problemas. O lo aburridos que se sienten en sus casas.  

Ella misma, otras veces, los sorprende con un regaño, enterada de que andan en malos pasos. O los felicita si se da cuenta de que lograron graduarse de bachilleres y han decidido seguir estudiando. Algunos de esos niños  hoy se ganan la vida como policías, como enfermeros, como administradores. Y ella los enumera, orgullosa, como la madre a la que un día alguien le pregunta por la suerte de sus hijos. 

Durante mucho tiempo María del Carmen ejerció esa labor de manera informal, hasta que el año pasado —tras una larga batalla—  las madres comunitarias de Colombia, que hoy suman 67 mil, lograron que todo eso que hacen a diario fuera reconocido como lo que es: un trabajo. 

Desde entonces devengan un salario mínimo y reciben prestaciones sociales. Lo que ocurre ahora —se queja Carmen— es que el Gobierno les ha incumplido.

El miércoles de la semana pasada, 200 de ellas se vieron obligadas a salir a protestar a las puertas del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar en Cali porque les adeudaban dos meses de salario y están enteradas de que a, partir del próximo año, pasarán a depender de la Alcaldía, lo que supone para ellas que su oficio se volverá otro botín para hacer política, para pagar favores, que ya no importarán los años acumulados de experiencia, sino cuántos votos pueden ofrecerle al político de turno. 

La tía Carmen está en el bando de las pesimistas. Pero espera seguir cumpliendo su misión. Mañana justamente cumplirá 52 años y siente que son muchos los hijos que aún le faltan por criar. Por querer. ¿Quién dijo, acaso, eso de que madre solo hay una?

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