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Informe especial: La intolerancia está bajo la piel de los caleños

¿Qué tan dispuesto está usted a aceptar que el mejor amigo de su hijo sea gay?, ¿y qué diría si su hija se consigue un novio de raza negra?, ¿cómo reaccionaría si ve a una pareja homosexual besándose en público?. Aunque los caleños dicen ser muy 'frescos', la homofobia y la intolerencia hacen parte de su cotidianidad, según reveló una encuesta de El País. Vea aquí los resultados.

20 de febrero de 2011 Por: Elpais.com.co I Por Alda mera

¿Qué tan dispuesto está usted a aceptar que el mejor amigo de su hijo sea gay?, ¿y qué diría si su hija se consigue un novio de raza negra?, ¿cómo reaccionaría si ve a una pareja homosexual besándose en público?. Aunque los caleños dicen ser muy 'frescos', la homofobia y la intolerencia hacen parte de su cotidianidad, según reveló una encuesta de El País. Vea aquí los resultados.

En un consultorio médico, donde supuestamente se va a buscar bienestar, Juan Pablo Bravo encontró el mayor malestar que haya sentido en su vida.Acostumbrado ya a que lo miren raro por sus tatuajes, ese día el médico lo hizo sentir peor de lo que estaba. Cuando le ordenó quitarse su camisa para examinarlo y vio la flora y fauna tatuadas en su cuerpo, el galeno soltó una diatriba: ‘Qué cosa tan horrible, esto es de satánicos, usted es un hijo del demonio’. Él trató de guardar la calma. Pero cuando el médico le vio los ‘piercing’, le perforó la paciencia con esta premisa: ‘El hombre que se deja perforar las orejas, se deja perforar...”“Salté de la camilla y lo increpé: usted me sigue faltando al respeto”, recuerda Juan Pablo, quien tomó la sabia decisión de irse. “Le dije: ‘¿Sabe qué?, mejor no me atienda, yo busco otro médico más profesional’”.Su esposa, Elizabeth Guevara, quien es considerada la mujer más tatuada de Colombia, también ha sentido en la piel muchas veces el rechazo de quienes no comparten la tendencia de la decoración corporal. “En los centros comerciales, la gente ataca sin compasión”, cuentan, “sobre todo los adultos mayores o personas muy conservadoras, nunca preguntan nada sino que le sueltan frases como ‘qué asqueroso’ o ‘qué diabólicos’”. La poca tolerancia de los caleños frente a gustos que pueden parecer exóticos como los tatuajes, la corrobora una encuesta que El País contrató con la firma Analizar & Asociados para detectar la actitud ante temas histórica y socialmente espinosos.En esa investigación el 37% de 302 encuestados afirmó que se disgustaría e incluso “sancionaría a un hijo que se haga un tatuaje”, mientras un 45% sostiene que “respetaría esa decisión aunque no la compartiría”.Por fortuna, los Bravo tienen su propia empresa, Zebra Tattoo, porque al intentar buscar empleo podría haberles pasado lo de Julián Londoño, a quien le condicionaron un contrato de trabajo a que se quitara los tres piercings que con orgullo luce en la oreja.Conducta que en Cali no es extraña, puesel 50% de los consultados en la encuesta aseguró que pondría esa misma condición a un candidato a un cargo que luciera un ‘piercing’. Incluso un 19% es más radical y admitió que no contrataría a una persona que luzca ese tipo de adornos. Es cierto que las épocas han cambiado y la población caleña se ha vuelto más abierta, pero aún hay situaciones o estilos de vida como el de rockeros, punkeros, emos y otras tribus sociales que despiertan resistencia. Como el de la familia Bravo Guevara, que aún en tiempos del Facebook y del Ipad, es objeto de miradas de repudio por haber hecho de su cuerpo un lienzo.Para sus hijos, Juan Felipe, de 19 años, y Liz Katherine, de 17, tatuados pero no en todo el cuerpo como sus padres, su vida ha sido más fácil ahora, “pero no falta el que ataca”, dicen.Y es que al parecer los caleños tratan de disimular su incapacidad de aceptación por la diferencia. Léase relaciones entre personas de diferentes grupos étnicos o entre homosexuales, que cuando no generan conflicto, levantan ampolla. Como ocurrió hace poco en un centro comercial de la ciudad: una pareja gay fue obligada por agentes de seguridad privada a salir del sitio porque se dio un beso en público. Actitud que desató la protesta de la comunidad Lgbt (lesbianas, gay, bisexuales y transexuales), que respondió con una ‘Besatón’: activistas se besaron allí donde sus amigos fueron objeto de exclusión por expresar sus sentimientos. Aún allí una mujer les gritó: ‘Ustedes no tienen futuro’.De hecho, en pleno tercer milenio, casi la mitad de quienes respondieron la encuesta de Analizar & Asociados, reconoció que les impactaría ver una pareja gay besándose en un centro comercial. Un 25% manifestó que “no les dice nada, pero los mira mal”, pero un significativo 25%, la cuarta parte de la muestra, no tuvo reparos en admitir que les pediría “que respeten a los demás”.En materia racial el comportamiento es similar pues, como ocurre en el caso anterior, casi la mitad de los entrevistados deja entrever que no le haría mucha gracia que su hijo tuviera una relación con una persona de un color de piel diferente. Incluso, el 8% revela que si su hijo o hija le confiesa que está enamorado (a) de una persona de un grupo étnico diferente al suyo “le prohibe volver a salir con esa persona” y un 5% dice que “le haría mal ambiente”. Pero un significativo 29% admite que aceptaría esa situación “pero no la comparte”. Ese parece ser el caso de Luis González, un comerciante rubio y de ojos azules, quien está casado hace 16 años con Melba García, una fisioterapeuta afrodescendiente. Aunque Luis afirma que su familia hoy respeta esa relación, “porque comprendieron que ella me ama y me hace feliz”, confiesa que al inicio de la misma “sí causó un gran impacto y recibió preguntas como ‘¿vé, qué te pasó?, ¿por qué te gustó una mujer de raza negra?’. Interrogantes que él respondió firme: “Esa persona no es nadie del otro mundo, es igual y tiene la misma sangre que tiene usted”.Luis dice que cuando van a sitios como a un supermercado o a una fiesta, siente las miradas “porque llamamos la atención, pero cuando vamos en familia, ese rango de color que hay entre la piel de ella y la piel mía y está en la de mis hijas, esa mezcla me gusta y me siento orgulloso de ello”.Tras tantos años de relación, Luis no duda en afirmar que “Cali es una ciudad racista e intolerante”. Él lo percibe en los comentarios de la gente que “no tiene en buen concepto de la raza afro y cree que sólo sirven para boxeadores o para futbolistas, cuando tienen iguales capacidades o pueden ser hasta más inteligentes”.El sociólogo Alberto Valencia, de la Universidad del Valle, dice que “vivimos en una sociedad altamente intolerante, que establece ciertos espacios sociales cerrados y se trabaja mucho para abrirlos, pero ésta no es precisamente una sociedad en la que los ciudadanos pueden sentirse iguales porque hay marcadas diferencias étnicas, culturales y sociales”.Y Luis lo sabe: “Todas las razas somos intolerantes, pero por las diferencias sociales que hay. El mayor factor de intolerancia es la pobreza”, concluye.“Lo respeto, pero no lo comparto”Ante una insinuación romántica de otra persona del mismo sexo, el 60% de los participantes en la encuesta de El País sobre la tolerancia, lo tomaría como una ofensa y “le pediría que me respete”. Otro 11% “se molestaría, pero callaría” y sólo un 28% “le agradecería y le rechazaría con amabilidad”.Pero no es necesario recurrir a ninguna encuesta para saber que en Cali hay muchos comportamientos homofóbicos, como el que desembocó en la muerte de ‘Nicol’, una transexual que fue asesinada el pasado domingo en el Oriente de Cali a las 10:00 de la noche, por física intolerancia a su orientación sexual.Todos no han sido víctimas de esa intolerancia extrema, pero integrantes de la comunidad Lgbt de Cali sí deben enfrentar las actitudes irrespetuosas de “la gente normal”.“Mi aceptación en el medio laboral es bueno, porque trabajo en el mundo de la moda, pero cuando debo tratar con clientes externos, uno se choca con homofóbicos”, dice Andrés Lucero, director comercial de una firma de moda de Cali.“En mi anterior trabajo era jefe de planta y los operarios no aceptaban tener un jefe más joven que ellos, recién graduado y ‘para colmo gay’, como me decían”, dice Andrés.Cuando el grupo de la oficina iba a salir a rumbear preguntaban si él iría o no, y si salían, se cambiaban de mesa, comenta este ejecutivo de mercadeo. Situaciones incómodas como las vividas en la universidad y peor en el colegio, cuando apenas empezaba a identificar su orientación y debía cohibirse y hasta fingir que tenía un noviazgo con una niña para no ser objeto de burlas.Similar situación experimentó su pareja, Andrés Felipe Sánchez, quien a los 16 años estudió administración de empresas con alumnos de 35 años o más. “Si me tocaba exponer, comenzaban a silbarme, a tirarme papeles, a echarme sátiras, hasta que un día les dije que si tenían que decirme algo, lo hicieran de frente”, relata este activista de la Fundación Chaina, que trabaja por los derechos de la comunidad Lgbt.Sánchez realiza campañas para cambiar la mentalidad de la gente “porque nos identifican a los gay con rumba, droga y sexo libre y eso no es así”, dice Andrés, que a sus 20 años ya tiene dos carreras. Sus compañeros de Chaina también son profesionales.En otra firma debió lidiar con dos compañeras homofóbicas. “Si nos encontrábamos, me hacían mala cara, y sino, pasaban por el lado ignorándome, pero si me tenían que entregar un documento, me lo mandaban con otra persona. Era muy molesto”, dice.Aunque se cree que los mayores son los más intolerantes, Duván Ramírez, hoy de 19 años, recuerda que en el colegio “mis compañeros me escupían y me botaban mis cuadernos”. Conducta que bien podría ser la de niños cuyos padres piensan como un 19% de los encuestados, que admite que si el mejor amigo de su hijo se declara homosexual, “lo reprende fuertemente”.Aunque el 44% dice que no lo comparte, pero lo tolera, y el 36% dice que lo acepta, otra cosa parece vivirse en la calle, según relata Duván. Porque cuando va con sus amigos por la calle, “los taxistas nos gritan groserías y los peatones se cambian de acera como si se fueran a contagiar. Aceptar todo eso es difícil porque sentir esa presión social no me deja mostrarme como soy”, dice.¿Convivencia ciudadana?Homicidio. Desaparecer al otro porque lo miró raro. Porque se cogió unos mangos del patio de su casa. Porque le quitó una silla para sentarse. Porque le cerró la vía...Los ejemplos son tantos como insólitos. Y si ningún homicidio es justificable, mucho menos los cometidos por intolerancia social o problemas de convivencia. Es que de los 1.813 asesinatos registrados en Cali en 2010, el 60% fueron por estos motivos, según la Policía Metropolitana.Esas ‘muertes del absurdo’ es lo que el sociólogo, docente e investigador colombofrancés Daniel Pecaut llama la ‘banalización del conflicto’. Se refiere a esos crímenes por causas básicas y en los que las partes se saltan las vías del diálogo, el debate, la conciliación o las vías jurídicas legales, para pasar a las vías de hecho.Muchas situaciones cotidianas derivan en conflicto. Por ejemplo, el 79% de los consultados dijo que si ve que el perro del vecino deja sus heces en las zonas comunes, le reclaman al amo para que limpie. Sólo el 12% recurriría a un tercero, como el administrador del edificio.O esta otra muestra. Al preguntarle a los encuestados por Analizar cómo recaccionarían si su pareja recibe un piropo subido de tono en la calle, casi la mitad admite que esa situación lo incomodaría. Incluso un 13% de ellos reconoce que no tendría problemas de encarar al autor del ‘atrevido’ acto.Y el hábito de los conductores impacientes de pitar en el semáforo, incluso antes de que cambie a amarillo, haya o no trancón, es un caso común de baja tolerancia. Pero sólo el 7% admite que pita en un trancón. El 37% dice que hace lo posible por salir del sitio y el 55%, que aguanta con paciencia. Indicadores que parecen de otro mundo. La secretaria de Gobierno de Cali, Eliana Salamanca, acepta que “todavía persisten actos de intolerancia en la ciudad” y señala que entre un 10% a un 12% de las riñas terminan en homicidio.En su opinión, el caleño sí ha mejorado en tolerancia, sobre todo frente a la comunidad Lgbt, “pero se debe trabajar en convivencia ciudadana desde la primera infancia, porque ya se observa que los niños están resolviendo sus problemas con violencia”. Es decir, como los adultos. Y la encuesta lo ratifica: un 25% reconoce que le reclamaría directamente a los papás de un niño que haya agredido a su hijo y el 66% se entendería directamente con el colegio. O sea que un 91% estaría en posición de reclamación. Sólo un 8% evitaría la confrontación. Según Eliana Salamanca “al interior de los colegios se han reducido las riñas, porque se han realizado intervenciones de control y campañas pedagógicas”. Sin embargo, el viernes pasado estudiantes de los colegios Santa Librada y Antonio José Camacho repitieron una vez más su recurrente pelea callejera por diferencias que vienen de tiempo atrás. Treinta de ellos fueron detenidos por la Policía. La funcionaria dice que el ejemplo debe venir de la familia, pero propone que “el Ministerio de Educación establezca una cátedra obligatoria que hable del respeto, de los derechos de los ciudadanos, pero también de los deberes”. Lo cierto es que formar una generación de caleños con capacidad de aceptación a la diferencia debe ser un propósito de ciudad.

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