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Incertidumbre laboral ronda a los carretilleros de Cali

1.148 personas que trabajan con vehículos de tracción animal no saben qué será de ellas en caso de que prospere un proyecto para sacarlas de las calles de la ciudad.

23 de enero de 2012 Por: Adolfo Ochoa Moyano I Redacción El País

1.148 personas que trabajan con vehículos de tracción animal no saben qué será de ellas en caso de que prospere un proyecto para sacarlas de las calles de la ciudad.

Todos, sin excepción, reaccionan igual ante la pregunta: se ríen. Es una de esas risas nerviosas, como de alguien que quiere enmascarar la incertidumbre que siente. Pregunto de nuevo: ¿qué van a hacer cuando no puedan trabajar más como carretilleros en la ciudad?José Armógenes se encoge de hombros. De verdad no tiene una respuesta. Tiene 83 años y desde hace cinco décadas lo único que ha hecho es transportar escombros de un lado a otro de la ciudad. No sabe leer o escribir. No tiene hoja de vida para llevar a una empresa.Por eso es que no sabe qué va a ser de él en caso de que entre en vigencia el proyecto de retiro de los vehículos de tracción animal (carretillas) en Cali, a partir del 2014, como lo anunció el Dagma. Y por eso se ríe. Como si tomárselo un poco en broma evitara que eso sí ocurra.Gloria Hidalgo, presidenta del sindicato de carretilleros de Cali y una de las más encarnizadas luchadoras de ese gremio, pide que no los saquen de las calles. Según ella, basada en un censo de la Alcaldía, la ciudad tiene 1.148 personas que sobreviven con un vehículo de tracción animal.Y eso, dice, es quitarles el pan de la boca a niños, ancianos y mujeres. Retirarlos de las calles es simplemente un drama de proporciones literarias, como de cuento.“Nos llaman gente de segunda clase”José tiene 46 años, los dientes blancos, las uñas bien recortadas y unos modales de caballero. Trabajó 25 años como contratista del Gobierno, además es maestro de obra y se ha capacitado en varios oficios en el Sena durante meses. Pero, aunque podría dedicarse a cualquier otra labor, él no quiere hacer algo diferente a moverse de arriba a abajo en su carretilla.Cuenta que para él ese empleo es la definición de la libertad de la que tantos hablan. Acaricia a su caballo ‘Tontín’ y le habla al oído. “Yo soy mi jefe, mi supervisor, soy el que paga y el que define a qué hora entro a trabajar y a qué hora salgo, por eso soy carretillero”.Y es que en realidad esa labor es productiva para quienes viven de ella. Con apenas unas horas de recorrer las calles de la ciudad (ninguna de las principales, por prohibición del Tránsito) pueden ganar entre $20.000 y $50.000 al día. Por eso reflexionan sobre una propuesta que hay sobre la mesa. Les propusieron cambiarles los animales por motocarros que tengan capacidad para cargar escombros.José se acicala el bigote y reflexiona sobre esa propuesta. Mentalmente hace cuentas y luego dice: “yo al día me gasto unos $12.000 en la comida del caballo. No sé cuánto pueda andar en un vehículo de combustible con esa misma plata. Además, tengo que comprarle repuestos si se daña y pagar impuestos”.Para él el problema es que nadie se ha tomado el tiempo de verlos como personas. Para él, la mayoría de caleños ve a los carretilleros como ciudadanos de segunda clase, que deben ser retirados sin remordimiento alguno.Jura que, en su situación de líder carretillero exige que todos cumplan normas como transitar por calles secundarias y cuidar a los caballos, pero hay quienes los tildan de ladrones y conductores que les cierran el paso con sus vehículos.Eso le pasó a Sandra. Hace dos años un bus arrolló su yegua. Le partió una pata en tres partes y ella tuvo que sacrificarla. Ahora vende comida a la entrada de la estación de transferencia del barrio Mariano Ramos, en el oriente de Cali.Sostiene a sus cuatro hijos vendiendo almuerzos a $3.500. Un hombre al que llaman ‘Pelusa’ le dice que apenas tiene $2.000 para almorzar. Sandra le pone un pedazo de pescado frito a un plato de arroz, ensalada de remolacha y patacones. Le dice que le pague luego el resto.Ella también se ríe cuando se habla de la posibilidad de que las carretillas se acaben. Se quedaría sin clientes. Pero también perdería Guillermo. Es herrero. Bajo el sol del mediodía, sin gorra para su cabeza les pone ‘zapatos’ a los caballos.“Yo no tengo ni bestia ni carro. Hierro a los animales y ya, de esto vivo”. Guillermo dice que a punta de martillo y clavos no le alcanza para recoger el millón de pesos que vale una carretilla o los $400.000 que cuesta un buen caballo, traído de Cartago o Restrepo, Valle. José, al final, dice que no va a pensar más en qué va a ser de su futuro. Todo el tiempo repite que los carretilleros viven la vida al día: lo que ganen lo gastan y así. Si un día los sacan de las calles, dice, la gente va a entender qué tan importantes son porque ellos son los que limpian los escombros. Luego se encoge de hombros, acaricia a ‘Tontín’ y se sube a la carretilla para irse a vivir el día hasta que no haya más días qué vivir.

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