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Historia de los 'ángeles' que se encargan de que migrantes encuentren su destino

Ellos son Lilbania Hernández, el padre Andrés Segura, la hermana Laura Mosquera y Francia Castaño y otros once voluntarios que hacen parte de la Pastoral de Migrantes de la Arquidiócesis.

23 de marzo de 2015 Por: Lucy Lorena Libreros | Reportera de El País.

Ellos son Lilbania Hernández, el padre Andrés Segura, la hermana Laura Mosquera y Francia Castaño y otros once voluntarios que hacen parte de la Pastoral de Migrantes de la Arquidiócesis.

El hombre tiene el rostro esculpido en trazos fuertes, viste de jean oscuro, saco azul y zapatos negros y gastados. Se llama Manuel y es un tipo de cincuenta y tantos. Buscaba llegar, por tierra, hasta Panamá desde su natal Ecuador, pero su historia esta tarde de jueves  terminó pareciéndose sin remedio a la de tantos otros que emprenden travesías  de miles de kilómetros y muchísimas horas de viaje: fue víctima de asaltantes de caminos. 

Lo que le ocurrió, la contrariedad de saberse de un momento a otro sin un peso en los bolsillos, sin sus maletas, sin su pasaporte —esa libretica con la que un extranjero da cuenta de qué es alguien, de que le pertenece a un país— lo contó detalladamente y con frases desesperadas, sentado en una banca de la capilla de la Terminal de Transportes de Cali.

Hasta ese lugar llegó Manuel porque alguien, en medio de la marejada de seres que camina de un lado a otro arrastrando sus maletas y sus afanes, intuyó su naufragio y le explicó que allí, en ese pequeño salón que abre sus puertas en una esquina del segundo piso, con un Divino Niño que saluda desde la entrada, podían ayudarle a llegar a puerto seguro. 

Entonces aquí está el hombre. Son las 4:30 p.m. y  dentro de algunas horas después de llenar un formulario, dejar una firma y una huella, —él no lo sabe aún—    alguien le dará de comer y le comprará un tiquete con destino  a Pasto, desde donde le será más fácil contactar a su familia y continuar su parábola del retorno. Las horas pedregosas tendrán un final feliz.   

*****  

Los migrantes en Cali, pocos los saben, tienen ángeles. Ángeles como Lilbania Hernández, una caleña de mirada piadosa y pasos leves,  que completa 25 años haciendo lo mismo: escuchar los relatos de viajeros sin suerte. 

Es el mismo tiempo que lleva la Pastoral de Migrantes, programa social de la Arquidiócesis de Cali, creado para orientar a personas que abandonan sus terruños buscando tiempos mejores y que llegan  ciudades grandes como esta, habitada por ciudadanos desconfiados que podrían ver en extraviado solo un señuelo para el engaño. 

Sin embargo, durante esas dos décadas,  Lilbania y los demás voluntarios del programa —que hoy llegan a 15, liderados por el sacerdote Andrés Segura— han aprendido no solo a confiar, sino a oficiar como notarios de desdichas ajenas. Cada caso lo tienen registrado.  Lo hacen en la capilla de la Terminal, donde atienden todos los días, desde las 8 de la mañana hasta pasadas las 6 de la tarde. 

Ante sus ojos han pasado en este tiempo los rostros  de eso que cuentan las estadísticas oficiales. Que solo en 2014 —por tomar una de esas cifras al azar— unas 17.097 personas llegaron desplazadas a Cali. 

Son meros números, reflexiona Lilbania. Los viene escuchando hace rato. Ella en cambio los ha visto. Familias y familias  completas —recuerda ahora— que a mediados de los 90 llegaban a Cali desde todos los rincones de la Costa Pacífica y que, de a poco, fueron empujando en el mapa, hacia el oriente, esa  otra ciudad que acabó por llamarse Distrito de Aguablanca.    

También recuerda a mujeres que han llegado desde pueblos, a veces remotos, arrojadas de repente a la viudez y con la tarea enorme de empezar una vida  con  hijos que la violencia dejó sin papá. Fue el caso de Ligia.  Había emigrado desde Dagua, llevando a tres niños de la mano y el recuerdo pavoroso de un marido al que los paras habían asesinado y desmembrado.

Lilbania la escuchó, lloró con ella y le ayudó a buscar dónde pasar la noche  mientras el Estado hacía su tarea. Hasta hace muy poco el asunto era más fácil: el programa contaba con la Casa del Migrante, espacio que la Arquidiócesis había acondicionado en el barrio El Guabal, al sur de Cali, junto a la parroquia San Juan Bautista, pero que tuvo que cerrar por una fisura que amenazaba con hacer caer la edificación.     

El padre Andrés piensa en otros casos. Migrantes que salen de las cárceles tras pagar largas condenas y cuyas familias están fuera del Valle. Ahí está, por ejemplo, la  historia de Sandra,   presa durante 24 años, los últimos de ellos en la cárcel de mujeres de Jamundí. La libertad  la sorprendió sin dinero, pero con el anhelo intacto de regresar junto a los suyos en el lejano departamento de Santander. Los ángeles le consiguieron un pasaje y se aseguraron de que ella, a su llegada al destino final, fuera recibida por alguien que le diera el abrazo de bienvenida.

Otras veces, contará Francia Castaño, comunicadora social, una voluntaria más, migrar consiste en llegar a Cali buscando una cirugía, un tratamiento médico. Entonces evoca a una mujer oriunda del Putumayo que había arribado a la ciudad por un trasplante de riñón. Un día, cuando la salud estuvo de vuelta, el programa hizo posible que ella pudiera regresar para compartir la buena nueva en su casa.

Migrar es, también, huir de un esposo maltratador. Lo vivió una mujer humilde que llegó hasta la Terminal de Transportes con un trasteo de película: siete hijos, maletas, la estufa, el televisor y hasta una cama desarmada. Quiso la buena voluntad de los hombres que la señora pudiera emprender el camino hacia la casa de un familiar en Santa Marta y ponerse a salvo de los golpes que le llegaban al rostro, al corazón, a la autoestima. Lilbania, quien   logró en aquella oportunidad el milagro de  que ocho tiquetes los cobraran por el valor cuatro, confía aún en que ella siga lejos de los puños del marido.     

Que estas historias hoy puedan ser contadas, dice ella, se debe a que gran parte de los trabajadores de la Terminal se han unido a la misión. “A veces es el lustrabotas quien avisa de alguien que necesita ayuda. A veces son los motoristas, los mismos policías o las señoras que atienden los restaurantes”.       

La información que les llega  es  siempre la misma: que en un rincón de la Terminal, desde hace horas, permanece alguien, a veces familias, sin saber para dónde coger. Algunos hasta pasan la noche en los pasillos. Lo que sigue es la peregrinación de alguno de los voluntarios por la Terminal ‘pidiendo auxilio’. Que si la señora Ángela,  gerente de Expreso Brasilia,  deja por favor los tiquetes más baratos. Que si doña Marina, la del restaurante, puede regalar algunos almuerzos. Que sin don Carlos, motorista de Flota Magdalena, puede asegurarse de que fulano llegue  a su destino.

“Y todos colaboran. Eso es lo bonito. Aquí, en la Terminal, se escriben grandes lecciones de solidaridad. Gente que termina colaborándole a otra sin a veces sin conocerla”, asegura la hermana Laura Mosquera, una más de las voluntarias   

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La única exigencia, aclara Lilbania, es que el emigrante tenga sus documentos en regla. Al que salió de la cárcel se le ayuda si enseña su boleto de libertad. Al desplazado si presenta una carta de la Unidad de Atención y Orientación al Desplazado, que en Colombia lleva un registro único de esas víctimas. Al deportado se le pide una certificación de la embajada de su país. En ningún caso la ayuda consiste en dinero en efectivo.  

Es que no faltan los avivatos. Ya les ha pasado. Gente, cuenta Lilbania entre risas, que llega con dramas que envidiaría un  libretista de televisión: hombres que aseguran que los están persiguiendo para matarlos y necesitan dinero para escapar; señoras afligidas que dicen ser desplazadas pero tienen casa; familias que expresan no tener ni para comer pero solo buscan pasajes  para vacacionar.  

Ellos han aprendido entonces a hacerle más caso a la intuición que al corazón. Porque el dinero del que disponen para desarrollar el programa es poco —obtenido de lo que se recoge  en las eucaristías que se celebran en toda Cali o a través de donantes—  y deben hacerlo rendir para atender a los migrantes que verdaderamente pasan por una emergencia.

Los voluntarios coinciden en es una tarea difícil, sí, pero  grata. Así a veces ese mismo corazón se les haya desmoronado con las historias que todos los días ven pasar ante sus ojos.

Lilbania piensa en la que más la ha conmovido en  estos años. Una mujer que llegó desplazada con unos  gemelos flacuchos de dos meses de nacidos. Ella los llevó hasta la Casa del Migrante; los alimentó, los vistió, los cuidó.

Un día la mujer dijo marcharse a Yumbo por una oferta de trabajo, dejó sus bebés al cuidado de los voluntarios y nunca regresó. Lilbania conservó por cuatro meses la esperanza de que volviera. Y con los bebés recorrió las emisoras locales haciéndole el llamado a esa mamá que seguramente estaba “solo asustada” y hasta los llevó a Telepacífico para que quizá, viéndolos en pantalla, se armara de valor. El milagro nunca ocurrió. Y ella, con un dolor que aún le humedece los ojos, debió entregarlos a Bienestar Familiar. Nunca más supo de la suerte de Juan y Luis Carlos, como  los había ‘bautizado’.   

Pero ahí sigue, en la capilla de la Terminal, junto a esos otros buenos samaritanos, a la espera de un nuevo migrante en apuros. Lo hace porque sus hijos viven en el extranjero y cree que a lo mejor, por un asunto de justicia pina, esos muchachos, migrantes, también tropezarán con un ángel como ella.

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