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El maestro Fernando Botero acaba de montar su retrospectiva más grande en el Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México, con 177 cuadros. Qué mejor manera de celebrar su cumpleaños 80. Repaso a su vida.

Fernando Botero lanza su retrospectiva para celebrar su cumpleaños

El maestro Fernando Botero acaba de montar su retrospectiva más grande en el Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México, con 177 cuadros. Qué mejor manera de celebrar su cumpleaños 80. Repaso a su vida.

22 de febrero de 2017 Por: Margarita Vidal | Redacción de El País

El maestro Fernando Botero acaba de montar su retrospectiva más grande en el Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México, con 177 cuadros. Qué mejor manera de celebrar su cumpleaños 80. Repaso a su vida.

Releyendo varios de los libros que se han escrito sobre él me salta, de pronto, la liebre: un prólogo del escritor Carlos Fuentes sobre las mujeres en la obra del artista, donde hace una revelación erótica, inesperada: “Descubro con emoción y asombro –leyendo una entrevista suya- que Fernando Botero y yo tuvimos, por separado, nuestra primera erección viendo a la chica desnuda en un columpio, de la revista norteamericana de los años 40, Esquire. Era una rubia columpiándose con la melena al viento y los brazos extendidos para ocultar los prohibidos pezones. La cintura bien formada. Las nalgas a medio camino entre la planicie gringa y la redondez latina. Y por supuesto, el sexo puramente imaginado, invisible. Y esto era lo más excitante del dibujo: había que imaginar el sexo de esta mujer. Descubro y recuerdo esta excitación sexual común a Botero y a mí, dos latinoamericanos lectores (o mirones) de una revista de caballeros.Fuentes sigue: “A mi padre en casa lo llamábamos “Eski”- por la revista- y fue una presencia constante en mi vida hasta más allá de los 40 años. Botero en cambio perdió el suyo siendo niño. Lo vio poco. Era un agente viajero. La muerte de un viajante de los ríos y las montañas de Colombia. Desaparecido al cabo, como Arturo Cova en La Vorágine devoradora del tiempo latinoamericano, que tan breve vida da a sus muertos en guerras y revoluciones, fusilados con el puro entre los dientes, asesinados por la espalda, desaparecidos por órdenes de uno de esos generales sin mirada que pasan por los espacios pictóricos de Botero”.Los orígenesUna divertida coincidencia, sin duda, descubierta por la mirada escrutadora del escritor mexicano. Triste, en cambio, su anotación sobre la muerte prematura de don David Botero. Ese padre que cantaba ópera cuando se corría unos aguardientes y estudiaba historia universal y al que, con tres hijos nacidos en medio del colapso financiero del 29, se le ocurrió -como buen paisa de corazóny de carriel- que la manera de salir adelante era trabajar como agente viajero. Buen arriero, el patriarca emprendía largas correrías durante meses con sus 40 mulas cargadas con 80 maletas, repletas de muestras de la industria antioqueña. En los intervalos veía a sus pequeños hijos y a su mujer, doña Flora Angulo, pero la muerte se lo llevó cuando Juan David, el mayor, tenía 9 años, Fernando, el futuro pintor, 5 y Rodrigo estaba recién nacido. En tertulias entrañables en su finca de La Sabana, he oído durante años las historias de Juancho y Fernando Botero sobre sus peripecias de niñez y de juventud. Cuentos risueños sobre las penurias de la pobreza cuando estaban pequeños y recuerdos nostálgicos de los momentos de alegría y goce.La vocaciónEn los satinados libros de su padre, Fernando ve por primera vez reproducciones de obras maestras de la pintura. Y, como también lo deslumbraban los carteles taurinos de un pintor español llamado Carlos Ruano Llopis, resolvió seguir el consejo de su tío Joaco, que vio, en el oficio de matador de toros, la posible salvación económica de la familia. Toma clases de tauromaquia con Aranguito, un torero retirado, se hace ducho en verónicas y naturales y se propone ser “el mejor torero del mundo”, hasta que un sobrero aprendido, de 600 kilos, no solo le muestra sus fauces de fuego enfurecidas, sino que lo pone a correr como un galgo y lo disuade, para siempre, de seguir en tan dura brega.A esas alturas ya Botero pinta. Y lo hace tan bien, que en 1948 (a los 19 años) dos de sus primeras acuarelas se incluyen en una muestra colectiva del Instituto de Bellas Artes de Medellín y, en 1949, por muy pocos pesos, trabaja en ilustraciones para el suplemento dominical de El Colombiano.En 1950 escribe un artículo titulado ‘Picasso y el no conformismo en el arte’, donde reflexiona acerca de la deformación en la obra del pintor español. Los curas lo consideran “obsceno” y como ya lo habían amonestado por publicar desnudos en el periódico, lo expulsan y no puede terminar el bachillerato. Se va para Marinilla donde decide ser, esta vez, “el mejor pintor del mundo”.Mientras tanto, sus tías ricas lamentan la suerte de doña Flora “a la que le salió un hijo pintor”, y no médico o ingeniero, las profesiones más lucrativas. Una vez más, el tío Joaco da la salida... para vivir sin plata: Tolú, el famoso balneario de los paisas en el Golfo de Morrosquillo. Allí vive con dos pescadores a quienes ayuda en su labor diaria y con quienes comparte las magras utilidades. Pinta avisos para ‘chivas’ y restaurantes para comer, acompaña a un vendedor de pócimas de amor en sus giras por los andurriales de Sucre, y pinta. Pinta sin pausa.EuropaEn 1952 viaja a Bogotá y expone 25 obras en la Galería de Leo Matiz. Vende algunas y con esa plata viaja a España y se matricula en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando. Unos meses después se va a París donde se encuentra con el cineasta Ricardo Iragorri a quien convence de irse a Florencia, cuna del Renacimiento. Allá llegan, haciendo malabares en una Vespa y Fernando se matricula en la Academia de San Marcos. Estudia pintura al fresco, historia del arte con Roberto Longhi y lee con fruición al experto en arte renacentista Bernard Berenson.Y sigue pintando como un poseso. Escudriña, copia, inventa, prueba. A fuerza de pasión y de tesón, descubre los secretos de los maestros del Cuattrocento: Giotto, Masaccio, Mantegna, Piero della Francesca, Uccello. Y los del Cinqueccento: Miguel Ángel y Leonardo, Tiziano. Se nutre con la savia renacentista.Regresa a mediados del año 55 a Bogotá, se casa, se va a vivir en México, donde estudia arte precolombino y latinoamericano, en especial a los muralistas como Rivera y Orozco. Regresa a Bogotá en 1957 y obtiene el segundo puesto en el X Salón de Artistas Colombianos con su cuadro ‘Obispo durmiendo’.New YorkEn 1958 da clases en la Escuela de Bellas Artes, de la Universidad Nacional. En ese mismo año participa en XI Salón Nacional donde en un principio es rechazado pero, luego de una tremenda polémica, le es concedido el primer premio. Ese es también el año de su primera exposición individual en la Gres Gallery de Washington, donde vende todas sus obras. En 1960 se divorcia y se va para Nueva York, otra vez sin cinco en la faltriquera. Alquila un apartamento modestísimo, en la calle McDougall y vende cuadros a diez dólares para sobrevivir.Luego de pasar “las duras y las maduras”, el primer triunfo le llega con la compra de su ‘Mona Lisa a los doce años’, por parte de Dorothy Miller, la curadora del Museo de Arte Moderno de esa ciudad: “Ella apareció un día en mi estudio, sin llamar, porque yo no podía permitirme pagar un teléfono. La Mona Lisa estaba frente a la puerta y tan pronto le abrí me dijo: ‘este cuadro es para el Museo’. Lo exhibieron de una manera espectacular. Para mí ese momento fue como haber superado la barrera del sonido. En realidad, en Nueva York tuve momentos estelares que catapultaron mi carrera: la compra de la Mona Lisa, una retrospectiva en el Milwaukee Art Museum, un artículo de dos páginas en la revista Time y una retrospectiva (1962-1970) de 80 pinturas en 5 museos alemanes. ¡Solo tenía 38 años! Mi carrera se divide en antes y después de Alemania”. Después de eso, las grandes capitales del mundo han llevado sus esculturas colosales a sus avenidas emblemáticas y el maestro antioqueño se ha convertido en uno de los artistas más ricos, solicitados y exitosos del mundo.Me cuenta que en 1960 ya tenía claro que tenía que irse a vivir en Nueva York, que empezaba a ser el centro mundial del arte y vivía el apogeo del expresionismo abstracto: “el que no era abstracto no era nadie y era muy difícil abrirse paso en contra de la corriente. Como yo he sido especialista en ese tipo de natación, seguí haciendo lo mío. Nunca he abandonado mis convicciones sobre lo que debe ser el arte y es, tal vez, gracias a esa lealtad indeclinable que le debo el éxito que he tenido. En Nueva York pinté y dibujé con una tenacidad a prueba de bala porque, aunque es una ciudad muy estimulante, si uno no saca fuerzas de la flaqueza, lo aplasta. Yo soy un sobreviviente”. Una vida para la pinturaFernando Botero tendría unos 7 años cuando, desde un balcón, contempló el cadáver del arzobispo Caicedo, que pasaba en su ataúd descubierto en un desfile fúnebre de negras sotanas; detrás, las autoridades y un cuadro militar con uniformes y botas. Las que Botero pinta, enormes, sobre la alfombra, para significar el peso del poder que conllevan. Una imagen siempre presente en sus obras. 73 años después y para celebrar sus 80 de vida, acaba de montar su retrospectiva más grande en el Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México, con 177 cuadros. El maestro cumple también 60 años de estar pintando sin pausas y sin fatiga. Ha realizado más de 200 exposiciones individuales en todo el orbe, y está contento. Destaca que en esa exposición hay tres de sus obras más antiguas (año 49) de cuando era todavía un niño, que ya son muy volumétricas. Le gusta hablar de arte y dice que la pintura es una cosa lenta, larga, de oficio y de trabajo, de meditación y de reflexión, de tenacidad obsesiva y de pasión: uno vive en evolución siempre, porque está siempre pintando y tratando de hacerlo cada vez mejor, pero sabe que, en realidad, nunca logrará la perfección absoluta”.Las gordasBotero ha dicho hasta el cansancio que él no pinta gordos ni gordas. Y añade con un suspiro entre divertido y resignado: “lo malo es que nadie me cree”. Carlos Fuentes sí le cree, y por eso vuelvo a su prólogo, en el que, con su característica lucidez, dirime el pleito: “La insistencia a estas alturas no solo banal sino falsa, de que Botero pinta gente gorda pierde el sentido esencial de la obra del gran artista colombiano. No hay gordos en Botero. Hay espacios muy anchos. Hay amplitud espacial que convoca su propia plenitud. Las mujeres de Botero no son gordas, son espacio. No son glotonas de dulces y pasteles. Tienen hambre de espacio. Son mujeres que trascienden su propia descripción. Poseen la llave del espacio por donde se penetra de afuera hacia adentro. Y siendo tan grande ese espacio, qué pequeña es la puerta de entrada. El acceso, esos coñitos diminutos con que Botero nos dice que la entrada no es gratuita y que el precio es el amor, el respeto, la distinción, la aceptación de la mujer como personalidad compatible sólo si antes es personalidad propia”.La generosidadEl cuadro de la monja inmortalizada por Osuna, que donó a la Casa de Nariño, en tiempos de Belisario Betancur, ha sido desterrado dos veces de la casa presidencial. Primero por Carolina de Barco y luego por la familia Samper. Cuando Andrés y Nhora Pastrana lo invitaron a Palacio para hacerle un homenaje y le mostraron a la Madre Superiora, rescatada del sótano, en un gesto divertido el pintor se arrodilló para saludarla. Lo traigo a cuento porque la monja fue tal vez la primera donación que la generosidad de Fernando Botero le ha regalado a los colombianos. Al Museo del Banco de la República, le donó su invaluable colección de 80 obras de maestros de la pintura universal en 1998, y que le había ofrecido primero al Museo de Antioquia. Botero explicó que había transcurrido año y medio en alargues y trámites, hasta que finalmente cayó en la cuenta de que el Banco era la única institución capaz de encargarse con solvencia de su mantenimiento y exhibición.Hace unos días, para homenajearlo en su cumpleaños, el presidente Santos le entregó un pergamino en el que las obras donadas por el artista a los museos colombianos son declaradas Patrimonio Nacional, es decir, serán intocables. Merecido homenaje a un artista que a pesar de haber vivido tantos años por fuera, no ha perdido su esencia de colombiano.Alegrías y duelos Botero ha cosechado una sucesión de triunfos y muchas alegrías, pero también ha habido en su vida grandes privaciones, profundos dolores y decepciones.Cuando se le pregunta si guarda algún tipo de rencor dice: “No, yo no guardo amarguras, ni mucho menos rencores, que considero una pérdida de tiempo. La vida me ha recompensado en una forma tan extraordinaria que ha borrado los malos recuerdos. Para mí la felicidad total es pintar y pintar, siempre. Sin domingos ni festivos, esté donde esté. No hago sino un intervalo para tomar un almuerzo ligero, y leer el New York Times y noticias de Colombia. Luego sigo pintando hasta las 7:00 de la noche, cuando salgo a encontrarme con Sophia y con amigos queridos, para cenar. Y me llevo la sensación estupenda de haberlo hecho bien. Eso me da, a la vez, sensación de poder, en el sentido de que aprendí algo. Porque uno tiene que ser lo suficientemente inteligente y humilde, como para saber que en pintura nunca se aprende totalmente. Yo tengo fama de ser de los pintores con mejor técnica, pero en mi interior sé que uno puede trabajar y trabajar, sin llegar nunca a la perfección. Hay que saber quiénes son los inmensos maestros de la pintura universal y lo que es uno”.El amorBotero se casó muy joven con Gloria Zea. El matrimonio duró seis años y él se fue a vivir a Nueva York, “con US$200 en el bolsillo y tres vestidos Everfit”. Allí se casó después con Cecilia Zambrano con quien tuvo a Pedrito, su cuarto hijo. Cuando el niño murió en un absurdo accidente de carretera en España, el matrimonio se separó y Botero vivió soltero algunos años en París. Su sobrina Ana María se convirtió en su amiga y confidente y ha compartido con él momentos de infinita complicidad. Juan David, su padre y hermano mayor del pintor, me cuenta que “en la familia circula el chiste de que enviamos a París a Ana María para que Fernando la ayudara a formar sumamente bien, pero ocurrió todo lo contrario: Ana María dañó a Fernando. Como mi hermano se había separado por segunda vez y no paraba de trabajar, Anita se lo llevaba a comprar ropa, le presentaba amigas y se iban a discotecas. No me extrañaría que hasta se hubieran metido uno que otro porro, como era de rigor en la época”. Años después, en una cena parisina en casa de una amiga colombiana, Fernando Botero conoció a la pintora y escultora griega Sophia Vari y cuando supo que se había separado de su marido, el pintor, que había quedado prendado de su belleza, la invitó a salir. Desde hace 34 años mantiene con ella un diálogo, un compañerismo, un amor suave y definitivo. Como ella misma afirma, están juntos porque quieren y porque se identifican en sus conceptos sobre la vida y sobre el arte, sobre sus propios trabajos, sobre el amor, la familia y la alegría de vivir. Desde hace mas de tres décadas la pareja regresa cada año a Colombia para perderse entre las murallas de Cartagena o para refugiarse en su casita campesina de Rionegro, en Antioquia y para tejer lazos de solidaridad con Colombia.

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