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Esta es la vida de Jorge Andrés Tobón, el traductor natural de los sordos

Hacer entendible el mundo de los oyentes para los discapacitados auditivos es la misión de Jorge Andrés Tobón, intérprete natural.

28 de febrero de 2015 Por: Alda Mera | El País.

Hacer entendible el mundo de los oyentes para los discapacitados auditivos es la misión de Jorge Andrés Tobón, intérprete natural.

La profesora explica una y otra vez y repite de nuevo. Quizás enfatiza buscando que los diez alumnos con discapacidad auditiva tengan oportunidad de captar mejor la idea. Pero ellos miran al intérprete y hacen el mismo gesto: tocar violín.No es que la clase sea de música, sino que quieren significar: “la profesora habla mucho”. Se miran y sonríen, pero Jorge Andrés Tobón Villarreal disimula. Es un chiste que solo lo entienden ellos, en las clases nocturnas que cinco días a la semana él les traduce a una decena de sordos que buscan calificarse para lograr un mejor desempeño social y laboral.Ellos asisten al programa de inclusión para adultos (bachillerato acelerado), Educación para Todos, que ofrecen la Secretaría de Educación Municipal y la Alcaldía de Cali, todos los días de 6:00 p.m. a 9:00 p.m. en el Colegio Santa Librada. Y Jorge Andrés tiene la misión de convertir en señas lo que él o la docente de turno vocalizan.La situación no tendría nada de extraordinario sino fuera porque Jorge Andrés, a sus escasos 20 años, es un intérprete natural. Es decir, él aprendió ese lenguaje porque sus padres son sordos, pero él habla con normalidad.Este joven no necesitó estudiar para aprender a dominar el lenguaje de los símbolos y signos hechos con las manos, que dibujan palabras, conceptos y hasta sonidos en el aire, pero con la eficiencia de que comunican a esos seres aislados por el silencio, leve o profundo, con el mundo de los que sí escuchan el ruido de los carros, el llanto de un bebé, el canto de un pájaro y hasta la brisa cuando se escurre entre las hojas de los árboles.Y las palabras. Gracias a que creció en una familia de ocho tíos y tías y primos, aprendió a hablar. Pero para hacerse entender por sus padres, Guillermo Tobón y Janeth Villarreal, sordos congénitos, él desde muy temprana edad tenía que hacer un gran esfuerzo. Decirles que tenía hambre implicaba apretarse el estómago con ambas manos y hacer cara de debilidad. Si le urgía ir al baño, tenía que tocarse la cola. Señas familiares que fue desarrollando en casa. Y las fue perfeccionando afuera con otros sordos, amigos de sus padres. Hasta con sus amigos de juegos, que también pertenecían al mundo no oyente. “Ese lenguaje de señas familiares era básico, pero así fui conociendo las particularidades de esa cultura”, evoca hoy.Sin embargo, al entrar al colegio sufrió ‘bullying’. Sus compañeros lo llamaban “el hijo de los mudos”. Expresión que ellos odian, recuerda el joven que ya está en cuarto semestre de fonoaudiología en la Universidad Santiago de Cali. “Eso me daba mucha rabia, también me daba pena, sobre todo hasta 6°, pero después ya no; por el contrario, les agradezco a ellos haberme dado una segunda lengua, aparte del español, la lengua de señas”, reflexiona con madurez. Sin saberlo, era como si toda la vida se hubiese estado entrenando para ser el puente entre los que oyen, como él, y los que no, como sus padres. Incluso, le ve ventajas como poder hablarse sin hacer bulla o sin estar al frente del otro. Una de tantas amigas sordas, Ana María Gallardo, a quien él aprecia mucho, es quien lo apoya con los trabajos que ha desempeñado. Primero sirvió de intérprete en una empresa productora de pulpa de fruta en Palmira, para un proceso de selección de personal. Él solo tenía 17 años y el ejercicio era sencillo: una sicóloga que entrevistaba a cinco discapacitados, les mostraba unas imágenes y ellos tenían que responder qué veían allí. Y él traducía con palabras lo que ellos contestaban con gestos. Cree que solo contrataron a uno, pero le gustó y se interesó en prepararse más. Entró al Centro Cultural Comfandi para interactuar con los no oyentes que allí se capacitan. Durante un año, una vez por semana, tomó las clases de interpretación, como uno más de ellos.Allí supo que él era un ‘coda’, como se les llama técnicamente a los intérpretes naturales. Luego lo contrató Coldeportes para ser guía de los sordos de los colegios públicos que asistieran a unas jornadas en un parque interactivo, en la Calle 9a. Pero el programa duró cuatro meses.Llevaba dos meses como vendedor en un almacén de ropa masculina, en la temporada del Día del Padre, cuando Ana María, a quien él llama su ángel, lo invitó a presentarse a la convocatoria para intérprete en este programa de inclusión para adultos, donde debía ser el enlace en aula entre el docente de turno y los diez alumnos que no escuchan. “Sentí miedo, pensé: ¿será que voy a poder? Yo manejaba el lenguaje de señas, pero no el pedagógico. Ni siquiera sabía cómo se decía matemáticas, me sentía inseguro”, confiesa con humildad. Toda la entrevista fue en lenguaje de señas, con Yolanda Murillo, directora del Colegio de la Asociación de Sordos del Valle, Asorval. Y de tres aspirantes, seleccionaron dos, entre ellos, Jorge Andrés. Tal vez le ayudó ser ‘coda’, una condición muy escasa, pues de tantos sordos que conoce, solo Ana María es parlante e intérprete natural como él. A pesar de ello, sentía que era un reto enorme porque conoce bien a los sordos. Son inquietos, exigentes. Desde la primera clase preguntaron: ¿Y él sí sabe? ¿Y él sí tiene experiencia? “Más o menos”, respondió el profesor, “pero ustedes le van a ir enseñando”.En efecto, a ellos les parecía que les traducía muy lento, que interrumpía demasiado, que le faltaba. Entonces se tuvo que poner a estudiar más, a enriquecer sus señas. “He ido creciendo con ellos, me enseñan cada seña que yo no sé o me corrigen las naturales (aprendidas en casa) que estaban mal, de acuerdo con los códigos establecidos”, cuenta.Por ejemplo, Jorge Andrés había aprendido a decir “spaguetti” haciendo el ademán de sorber cada fideo. Pero sus alumnos le enseñaron que se hacía era como tomándolo con los palitos de comer sushi. O pescado, que él significaba haciendo el movimiento de nadar ondeando la mano. Pero ellos le mostraron que se lleva el pulgar al maxilar inferior y se dejan aletear los dedos. Y que comer carne no era ese gesto salvaje de tirar de los dientes hacia abajo, sino un poco más moderado, civilizado por decir lo menos.La ventaja es que aprende rápido las nuevas señas y las va incorporando a su repertorio, ganando agilidad en su ejercicio diario de traducir clases a estos estudiantes de un programa que está entre 7° y 9°. Allí se ha reencontrado con amigos sordos con quienes jugó en su infancia, como Hernando.A Jorge Andrés le gusta y disfruta el mundo inaudible. Goza al subirse al MÍO e ir hablando lenguaje de señas con sus alumnos amigos... hasta que le timbra el celular a él y ¡lo contesta! “Todos los pasajeros me miran con cara de ‘¿y este no era sordo, pues?’”, cuenta entre risas.También le pasa que ve a sordos que él no conoce, pero burlándose de alguien en lenguaje de señas. Entonces les hace el gesto de ‘los tengo pillados’ y las risas no se hacen esperar. “Con ellos uno se ríe mucho, siempre arman recocha”, dice. Y es que quienes crecieron sin oír el mundo exterior, no conocen de reglas y protocolos diplomáticos. A veces está en clase y a alguno se le ocurre preguntar si la profesora tiene esposo o hijos. Le pasa con más frecuencia con su mamá. Si ella se encuentra con una amiga parlante, la saluda en su lenguaje de señas con un “hola, cómo estás de vieja, de gorda”, que por fortuna la otra no entiende.“Tengo que disimular y hacerle señas a mi mamá de que esas cosas no se dicen, pero no le da pena”, dice el joven. “Una vez estábamos con una señora y mi mamá le soltó estas preguntas: ¿Y usted no va a tener hijos? y ¿Usted es lesbiana?”, cuenta. Él se tuvo que controlar para no reírse mientras le traducía a la señora: “Me encanta verte, qué bueno saludarte” o frases por el estilo y luego, repetirle a su mamá que esas cosas no se preguntan. Ahora ya no le da importancia a las burlas de sus compañeros en el colegio, que le hacían sentir pena de sus padres. Al contrario, agradece a Dios haber estado preparándose, sin saberlo, para ser el intérprete de personas en idénticas condiciones de quienes le dieron la vida.

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