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En exclusiva un fragmento del libro del ex diputado Sigifredo López

El libro, donde Sigifredo cuenta detalles de su experiencia del secuestro, será presentado el próximo 11 de mayo en el Hotel Intercontinental de Cali, a las 7:00 p.m. Conozca apartes de la conmovedora historia.

25 de abril de 2011 Por: Redacción de Gaceta

El libro, donde Sigifredo cuenta detalles de su experiencia del secuestro, será presentado el próximo 11 de mayo en el Hotel Intercontinental de Cali, a las 7:00 p.m. Conozca apartes de la conmovedora historia.

Gaceta presenta en exclusiva un fragmento del libro ‘Sigifredo, el triunfo de la esperanza’, escrito por Sigifredo López, uno de los doce ex diputados del Valle secuestrados por las Farc en el 2002 y el único que sobrevivió a la muerte en cautiverio. Durante el lanzamiento del libro, que se llevó a cabo este martes en el colegio Gimnasio Moderno de Bogotá, el director del Partido Liberal, Rafael Pardo, destacó la labor de López como dirigente político y a su vez resaltó la importancia de que los exsecuestrados participen en la vida pública aportando sus conocimientos y experiencias en beneficio de la sociedad."Yo creo que los secuestrados que han retomado la vida política tomaron la mejor decisión. Ellos no decidieron entrar a la política por haber estado secuestrados o por tener unos minutos de popularidad sino por su trayectoria", afirmó Pardo.El libro también será presentado en la Feria Internacional del Libro el domingo 8 de mayo a las 5:00 p.m. en la Sala León de Greiff de Corferias a cargo de la periodista Margarita Vidal y finalmente en Cali, el 11 de mayo en el Hotel Intercontinental a las 7:00 p.m.A continuación, un abrebocas del libro de Sigifredo López:Ese día mis hijos me despertaron con un beso, como todos los días, “nombre de Dios, papá”, y se fueron al colegio. Mi mujer tenía una cita médica a las siete y me pidió que la acompañara. Le dije que no podía. Tenía programada una intervención en la Asamblea a las diez y quería terminar de prepararla.Se fue sola. Luego llamó desde el consultorio del endocrinólogo y me contó que allí estaba un cirujano experto en implantes de balones gástricos, una técnica que la gente estaba usando mucho, era la última moda, y la penúltima opción para gordos irredentos como yo. —¿Por qué no te vienes para acá? —dijo Patricia—, ya te conseguí una cita para las nueve. Le dije que no, porque aún no había terminado de preparar mi intervención. Era un debate clave que yo mismo había citado sobre la cobertura educativa en el departamento del Valle. —¿Y por la tarde? —insistió. —Tampoco puedo por la tarde. Gracias amor, la barriga tendrá que esperar —le dije. Salí de la casa a las nueve y quince, con tiempo suficiente para llegar a la Asamblea a las diez. No quería fallarle al presidente de la Duma, Juan Carlos Narváez, quien nos había insistido en que fuéramos muy puntuales. Era un tema clave, sin lugar a dudas.Cuando pasé por la Clínica Imbanaco pensé arrimar donde el médico aquel, pero resolví hacerlo luego para no retrasarme. Más adelantico, cerca del parque de las banderas, funcionaba un taller donde había dejado un carro para que lo sincronizaran, y me dije, “lo llevo y que el motorista siga en este y recoja a mi mujer”, pero decidí que no, que mejor mandaba a alguien más tarde por él. Miré el reloj, eran apenas las nueve y treinta. “Alcanzo a darle un saludo a Ofelia Salgado”, pensé, una amiga de Pradera que estaba hospitalizada en la Clínica Sebastián de Belalcázar, y quería visitarla un ratico pero decidí que no, que pasaría por la tarde para no retrasarme. Desde Bretaña el tráfico se puso pesado. Cuando llegamos a la Asamblea faltaban cinco para las diez. Siempre dábamos la vuelta a la manzana para entrar al parqueadero, operación que podía tardar unos cinco minutos al ritmo en que estaban las cosas, pero en eso el semáforo se puso en rojo, me dio afán, me bajé y entré por la puerta principal, por la esquina de la carrera octava con octava. Era mi costumbre subir primero a la oficina a dar vuelta pero ese día no lo hice, llegué directamente al recinto, pedí que me bajaran unos documentos que necesitaba para la intervención y me senté a repasar la tarea y a esperar que llegaran los demás diputados para empezar la sesión. El recinto estaba prácticamente solo, yo fui uno de los primeros en llegar. No vi nada anormal. Sólo recuerdo que cuando entré al edificio había personas vestidas con uniforme militar y pensé, claro, que era el Ejército. Recordé que la semana anterior habíamos tenido una sesión sobre la seguridad en la ciudad, en la que estuvieron presentes varios generales del Ejército y la Policía con quienes se discutió el tema. Algunos diputados, entre ellos Juan Carlos Abadía y Ramiro Echeverry, habían denunciado fallas en la seguridad del edificio y el presidente de la Duma había pedido protección al DAS y a la Policía. Yo era uno de los más interesados en el tema de la seguridad porque frecuentemente me desplazaba a Pradera y Florida, municipios ubicados en zonas de riesgo. Llevaba meses solicitando un plan de protección y una escolta para viajar a estos lugares pero sólo me habían respondido con oficios protocolarios en los que prometían estudiar mi caso; en alguna ocasión mandaron a un policía que dijo ser de inteligencia, llenó un formulario y finalmente concluyó que no necesitaba escoltas, que simplemente bastaba con seguir recomendaciones básicas: no seguir las mismas rutas ni los mismos horarios, dar dos o tres vueltas antes de entrar a la casa… en síntesis, no dar papaya. He contado cada minuto, he repasado todas las vacilaciones, todas las cosas que pude haber hecho y que me habrían salvado, pero estoy convencido de que ese día yo tenía una cita con el destino, estaba escrito que esto iba a ocurrir, porque hubiera podido elegir hacer cualquiera de las cuatro o cinco diligencias que tenía pendientes y me habría salvado. Muchas veces había llegado tarde al hemiciclo pero ese día me entró el afán, me dio por ser puntual y llegué dos minutos antes de que se iniciara una sesión macabra que duraría siete años. Hubo algunas señales, como la del cura. Por esos días había un sacerdote en Pradera a quien llamábamos padre Camilo, no recuerdo el apellido, hoy está de cura en Florida… Yo estuve repasando este episodio con él hace unos días. Ese sacerdote me dijo un mes antes del secuestro que en secreto de confesión alguien le había dicho que me iban a secuestrar en Pradera, que a ese alguien le habían ofrecido ese “trabajo” pero que se había negado, que él no era capaz de hacer eso porque yo le había ayudado a su familia cuando era alcalde. Otra persona de Pradera, un señor que fue secretario de Gobierno, le había comentado lo mismo a dos personas amigas mías. Yo lo llamé y le dije que me preocupaba ese rumor de que me iban a secuestrar porque de pronto nos pasaba lo del cuento de García Márquez. En un pueblo empezó a correr la conseja de que algo malo iba a ocurrir, y el presagio fue cogiendo tanta fuerza que la gente se puso paranoica y abandonó el pueblo y al final un tipo, el mismo que había echado a correr el rumor, terminó diciendo: “Yo les dije que algo muy grave iba a ocurrir en este pueblo”. Por esos días hablé también con el asistente del gestor de paz, quien hoy es el gestor de paz en propiedad. Le conté y le pregunté cómo podía ayudarme y me contestó que no tenía ninguna información al respecto pero me prometió que averiguaría. Días después me dijo que estuviera tranquilo, que había hecho indagaciones y no habían encontrado nada, que no sabían de ningún plan para atentar contra mí ni contra mi familia. Mi mamá me dijo que había tenido pesadillas en las que me veía llorando y ensangrentado, pero no le paré bolas porque ella andaba muy nerviosa por esos días. En realidad siempre ha sido muy nerviosa y tiene todo el derecho del mundo a serlo… Mi vieja… Bueno, como les decía, yo estaba repasando mi intervención cuando llegó un tipo medio gordo con uniforme de fatiga, botas altas y boina roja ladeada (luego supe que era J. J.), y dijo: “Hay que evacuar el edificio porque los facinerosos de las farc han puesto una bomba”. Estaba parado en el quicio de la puerta de ingreso al recinto, por donde se llega directamente a las curules, dio dos pasos adelante, se cuadró de perfil, como para franquearnos el paso, y repitió con autoridad: “Hay que evacuar el edificio porque las farc pusieron una bomba en la Gobernación y otra acá”. Tenía un fusil en las manos y apuntaba al suelo. Entonces los diputados nos paramos (eran más o menos las diez y diez) y salimos por ahí, por esa misma puerta, dimos la vuelta y salimos por la parte de atrás de la Asamblea, por la puerta del sótano, un portón metálico que da a la calle… Obedecimos sin chistar las instrucciones del tipo y de otros “soldados” que fueron apareciendo. Seguimos todas sus órdenes con una inocencia que hoy me parece estúpida.En parte porque todo estaba planeado de manera magistral, hay que reconocerlo, y en parte porque estábamos entrenados para hacer esa misma evacuación por esa misma ruta. Lo habíamos hecho un año atrás, cuando discutimos una ordenanza sobre una reforma administrativa que terminó con la supresión de cargos en el departamento. Entonces, los ánimos estaban caldeados, afuera había una manifestación muy fuerte y el Ejército llegó y sacó a todos los diputados de allí y nos llevó en una tanqueta hasta la Tercera Brigada. Por todo esto el operativo “militar” de ese jueves nos pareció casi normal, casi rutinario, pensamos que nos iban a sacar en tanqueta y nos llevarían a la Brigada. Lo único que cambió fue que cuando un “soldado” abrió el portón metálico no había tanqueta sino una buseta blanca de transporte urbano con los avisos de la empresa Blanco y Negro, y nos hicieron subir. Anduvimos media cuadra y al doblar la esquina por la carrera octava nos encontramos con otros diputados que estaban ingresando a la Asamblea; al vernos hicieron una señal para detener el vehículo, y al subirse dijeron: “Nosotros también somos diputados”. Si no estoy mal eran Héctor Fabio Arizmendi, Francisco Javier Giraldo, Ramiro Echeverry, Carlos Alberto Charry y Carlos Alberto Barragán. Carlos Alberto Barragán hacía parte de este segundo grupo, estaba cumpliendo años ese día y Érika, su mujer, le había dicho que se quedara porque le tenía un almuerzo especial para celebrar. Pero él no aceptó porque tenía reunión de la comisión de presupuesto. Carlos Alberto Charry estaba pendiente de una cita con un amigo pero también subió a la buseta. Héctor Fabio Arizmendi había ido a la Asamblea sólo a presentar un certificado de incapacidad médica (estaba enfermo de los bronquios) y pensaba regresar a Cartago esa misma mañana. Cuento estos detalles porque sigo convencido que ese día todos teníamos una cita fatal con el destino, algo tan inexorable que nada nos pudo salvar.Los demás ya estábamos en la buseta y seguimos (en total, en la buseta íbamos doce de los veinticinco diputados de la Asamblea del Valle, cinco asistentes y varios “soldados”). Juan Carlos Abadía se salvó porque no había llegado; Manuel Reina se salvó del secuestro, pero años después lo asesinaron en Vijes. Y mi amigo Carlos Hernán Rodríguez se salvó porque minutos antes lo llamaron para informarle que su hijo estaba ardiendo en fiebre y se devolvió a llevarlo al médico. En la buseta iba una “periodista” con filmadora y camiseta de Telepacífico. “¿Qué está pasando?”, nos preguntaba, y nosotros les respondimos con una candidez enternecedora: “No sabemos a ciencia cierta… Nos ordenaron evacuar el edificio, parece que hay bombas”. ¡Se burlaron miserablemente de nosotros esos hijueputas! ¡Pensaron en todo! Fueron muy audaces, hay que reconocerlo.Al día siguiente, el diario El País de Cali informó así la noticia:"‘¡Evacuen los edificios que hay una bomba en la Asamblea!’. Ese fue el grito desesperado de un policía que alarmó a los transeúntes de la carrera octava con calle novena, justo cuando el reloj marcaba las diez y quince de la mañana de ayer. De inmediato, una tromba humana atemorizada empezó a correr, sin entender qué estaba pasando. Presos de los rumores y de la angustia, muchos aseguraban que había estallado un petardo en la Gobernación, mientras aceleraban el paso para salvaguardar sus vidas."El caos era total. Al tiempo que llegaban y llegaban camiones y patrullas cargados de agentes de la Policía, de la Sijín, del das y del Comité Local de Emergencias, las sirenas de ambulancias llenaban el ambiente de zozobra. "A esa misma hora, en el tercer piso de la Gobernación del Valle, se esperaba que el ministro de Salud y el gobernador dieran una rueda de prensa para aclarar qué estaba pasando con los hospitales de la ciudad. "Y en el corazón de la antigua edificación, donde sesiona la Asamblea Departamental, una docena de diputados se alistaba para iniciar su comisión de presupuesto. El centro de Cali ardía. De pronto, como de la nada, sonaron disparos en los alrededores del emblemático edificio que ayer se convirtió en un caótico escenario."Minutos después salieron de la Asamblea unos policías que cargaban a un agente muy mal herido. Y cuando los ojos de los curiosos y de decenas de caleños estaban concentrados en el cuerpo agonizante del policía, se supo que el operativo empezó con la aparición de una buseta de color blanco llena de supuestos soldados que iban en busca de los diputados ‘para llevarlos a un lugar seguro’."‘Llegaron gritando, diciendo que había una bomba en el edificio. Entonces buscaron a los hombres que estaban más elegantes y llamándolos con un megáfono, empezaron a subir al bus a los diputados’, cuenta Gilberto Gómez, un empleado de la Duma. Juan Carlos Narváez, el presidente de la Asamblea, le explicaba vía celular a su esposa lo que estaba ocurriendo. ‘El Ejército nos está desalojando porque hay un explosivo’. Los 20 supuestos soldados, uniformados impecablemente para no despertar sospechas, salieron por la puerta trasera de la corporación, llevándose consigo a unas 17 personas. ”El grupo era coordinado por un jefe de operaciones que iba acompañado de un perro, como cualquier miembro del Ejército Nacional que atiende una emergencia. ‘Se los llevaron para que no les pase nada. Eso fue lo que pensamos en ese momento. Pero nadie entendía por qué no sacaban a todas las personas que estaban en la corporación. Allí empezó a sembrarse la duda’, relata María Edilma, una empleada de la Gobernación que atestiguó minuto a minuto lo ocurrido.”A las 11:30 a. m., casi 45 minutos después de la salida de los asambleístas, un fuerte rumor empezaba a hacerse realidad en la boca de los curiosos que no se despegaban ni un solo minuto de los radios de los agentes de la Sijín: ‘¡Se llevaron a los diputados!’. ‘No puede ser, si aquí están la Policía y el Ejército. ¡Cómo van a secuestrar toda esta gente frente a la Gobernación! Tiene que haber un error’, decía Erminia Gutiérrez, la conserje de un pequeño edificio de abogados.”Entonces fueron saliendo uno a uno los testigos del hecho a confirmar lo ocurrido. ‘Aprovecharon el caos que se generó por los supuestos petardos y se llevaron a los diputados. Esto parece un hecho cinematográfico’, comentó el secretario de Gobierno de Cali, Jorge Iván Ospina. Los curiosos, los oficiales y los testigos entraron en una especie de mutismo, que contrastaba con el bullicio que minutos antes había provocado la tromba humana de caleños llenos de pánico. Y un silencio pasmoso se tomó por cinco minutos los alrededores de la plazoleta de San Francisco y de los almacenes de la zona. Sólo una humilde vendedora de mango biche, que asegura venderles todos los días sus frutas a los asambleístas, atinó a resumir en una frase lo que ayer ocurrió en Cali: ‘La guerrilla volvió a burlarse de todo el mundo. Entraron como Pedro por su casa e hicieron de las suyas. Ojalá no les pase nada a los diputados’” (El País, Cali, 12 de abril de 2002).Cuando vimos que la buseta atravesó la calle quinta y cogió para el oeste, en lugar de tomar hacia el sur, para la Brigada, preguntamos: “¿Para dónde nos llevan?”. Íbamos pasando exactamente detrás del hotel Intercontinental y yo recuerdo que en ese momento Alberto Quintero me dijo: “Sigifredo, ¿estos son los que son o los que no son?”. Ahí empezamos a sospechar que estábamos en verdaderos aprietos. La sospecha se confirmó más adelante, cuando J. J. se puso un brazalete con la bandera de Colombia y la sigla farc-ep y dijo: “Ustedes están retenidos, somos de las farc”. Nos quedamos fríos, claro. Creo que habríamos preferido la bomba. Estábamos estupefactos, perplejos. ¡Y cagados del susto! Luego la buseta cogió la carretera a Yanaconas, en las estribaciones de la cordillera occidental. Cuando llevábamos apenas unos cinco minutos de terreno destapado, la buseta se varó. Pero como ese no era nuestro día de suerte, se varó o la vararon exactamente en un punto de relevo. A pocos metros de allí nos estaba esperando un camión como los de transporte de tropas, de esos que tienen dos bancas en el centro y un respaldar común para que los soldados se sienten espalda con espalda. Ellos estaban muy satisfechos. J. J. dijo: “Para este momento teníamos presupuestado cinco bajas y no tenemos ni una”. Es decir, las cosas les estaban saliendo mejor de lo que habían calculado. Seguro esperaban haber tenido alguna resistencia en la Asamblea, estaban preparados para un enfrentamiento, tenían presupuestadas cinco bajas y hasta el momento no llevaban ninguna. La noticia no nos hizo ninguna gracia, por supuesto. Ni el “marcador”: las farc, doce; el Gobierno, cero.Estaba sin celular, lo había olvidado en el carro o en el recinto. Mis compañeros sí tenían. Carlos Alberto Barragán, que estaba a mi lado, sacó el suyo de manera subrepticia y trató de comunicarse varias veces con el Gaula pero no le contestaron. Días después Charry nos contó que había hecho lo mismo.Al rato llegamos a un crucero llamado Tres Esquinas, pararon el camión y estuvimos por los menos quince o veinte minutos ahí. Yo estaba pasmado con la tranquilidad de estos tipos. ¡Debía de haber mil hombres del Ejército y la Policía detrás de ellos y se daban el lujo de parar veinte minutos! Debían de tener monitoreada toda la carretera y sabían que tenían tiempo. Entonces uno de los guerrilleros dijo: “Los que no sean diputados se bajan”. Las secretarias y los asistentes se bajaron. Había dos diputados que estaban recién posesionados y prácticamente nadie los conocía. A uno de ellos, un muchacho de Jamundí, Pacho Giraldo le dijo: —Bájese hermano, usted pasa por asistente. Y efectivamente el muchacho dijo que era asistente de Francisco Javier Giraldo y se bajó sin ningún problema. Yo no podía creerlo, un golpe preparado de manera tan meticulosa ¡y no conocían bien a todos los diputados! El otro diputado nuevo era amigo mío desde tiempo atrás, Rufino Varela, que estaba recién posesionado (llevaba quince días haciendo un reemplazo), tampoco lo conocían, y entonces le dije:—Rufinito, bajate, estos no te conocen, aprovechá y bajate vos también. Pero Rufino se aferró a la banca del camión y me miró con severidad, como si mi propuesta lo ofendiera en lo más hondo. Pocos días después, le pregunté por qué no había aprovechado esa oportunidad. Se rio a carcajadas: —¿Y perderme esta experiencia? ¡Estás loco! El humor de Rufino era extraordinario y negrísimo. Parecía blindado contra catástrofes. Pero luego, con el paso de los años en cautiverio, pude comprobar que en realidad para Rufino esa decisión fue, como todas las de su vida, una decisión ética. Para él, bajarse del camión y abandonarnos a nuestra suerte hubiera sido simplemente una traición a sus compañeros, una posibilidad que ni siquiera merecía considerarse.Había otro joven que los guerrilleros no conocían, había luchado duro para llegar a esa curul, Édison Pérez. Los escrutinios iniciales lo dieron como “quemado” pero él demandó, acopió pruebas, luchó en los tribunales durante más de un año y finalmente ganó la demanda y la curul. Distraídos con las averiguaciones sobre Édison, los guerrilleros dejaron bajar al diputado de Jamundí. También liberaron a un ganadero que habían retenido un poco antes. Nos lo habíamos encontrado antes de Tres Esquinas, venía conduciendo un Toyota Land Cruiser café con vidrios polarizados. Creo que lo retuvieron temporalmente por razones de seguridad, para que no le fuera a dar información al Ejército que, luego supimos, ya había iniciado la persecución del comando guerrillero. La liberación del ganadero me hizo pensar que nuestro secuestro no era extorsivo, conclusión que me dejó más preocupado porque días antes habían secuestrado a Íngrid Bentancourt y Jorge Eduardo Gechem en cumplimiento de la orden de las farc, anunciada por el Mono Jojoy, de declarar objetivo militar a la clase política y secuestrar a sus dirigentes en respuesta al cese de los diálogos del Caguán por parte del presidente Andrés Pastrana.Los demás seguimos, éramos doce. Allí mismo nos dieron botas. Había un montón de varias tallas. Yo escogí las más grandes que encontré. Eran talla 40 y yo calzo 42. Me las puse de todas formas, no era momento para complicarse. Algunos no encontraron botas y siguieron con sus zapatos corrientes. Abandonamos la carretera y nos internamos en el monte. Una hora después escuchamos los motores de los helicópteros. Nunca he vuelto a escuchar una música más feliz.Me sentí salvado pero la alegría me duró muy poco porque los helicópteros empezaron a sobrevolar y a disparar sus ametralladoras. Ignoro si estaban rastrillando la zona, disparando al azar (el follaje de los árboles nos ocultaba) o si tendrían termosen-sores. Lo cierto es que algunas ráfagas nos pasaron muy cerca. Podíamos oír con claridad cómo impactaban sobre el follaje y los troncos de los árboles. Luego sentimos un rugido poderoso, era el avión fantasma, y varias explosiones: eran sus proyectiles, unos artefactos capaces de derribar con facilidad árboles grandes. Todos nos tiramos al suelo a esperar lo peor. Nadie atinaba a hacer algo diferente de tirarse al suelo, cubrirse la cabeza con las manos, temblar y rezar. Al único al que le funcionó la cabeza esa vez fue a Juan Carlos Narváez. Llamó a Radio Súper y lanzó al aire un sos desesperado: “¡Por favor, no disparen, paren el fuego, no disparen, nos van a matar a todos!”. Creo que el cerebro opera por simetrías, por asociaciones. Recordé una situación muy similar, la voz del magistrado Echandía que suplicaba un cese al fuego durante la toma del Palacio de Justicia, y presentí lo peor. Me llamó la atención que los guerrilleros no contestaran el fuego. Se limitaron a tirarse al suelo, como nosotros, y a esperar. A los pocos minutos entendí la estrategia: otra columna guerrillera que avanzaba de manera paralela a nosotros, quizá a doscientos o trescientos metros de distancia, empezó a hacer fuego antiaéreo. En realidad, era una maniobra distractora para salvaguardarnos a nosotros, al “botín”. Y funcionó, porque los helicópteros artillados dejaron de disparar sobre nuestra área. Pensaron en todo estos cretinos. Suspiré con una mezcla de alivio y admiración, al notar que las ráfagas de los helicópteros eran cada vez más lejanas. Seguimos subiendo a marchas forzadas pero siempre por terreno cubierto. Debimos de ser todo un espectáculo: doce señores de portafolio, saco, corbata y botas que subían loma. Y en abril, mes de barro y lluvias. El más elegante era Alberto Quintero, que estaba estrenando un vestido italiano café, zapatos y correa Tommy color miel y una corbata Hermes que le habían regalado y con la que le gustaba bromear: “Con lo que vale esta corbata se compran tres vestidos como el tuyo”, me decía.El camino era muy empinado y algunos de mis compañeros se rezagaron. Los guerrilleros trataron de obligarnos a andar más rápido, pero cuando vieron que no era posible se resignaron a que marcháramos en dos grupos, el rápido y el lento. Édison Pérez se desmayó. No sé si fue por el esfuerzo físico o por la enorme tensión que habíamos soportado, pero el caso fue que le dio algo raro y perdió el conocimiento. Juan Carlos Narváez le dio unos masajes torácicos y logró reanimarlo, aunque siguió muy nervioso. Bueno, nerviosos estábamos todos, mejor, aterrados, temblorosos, presas del pánico. Creo que sólo el ritmo de la marcha nos mantenía en pie. Las ráfagas continuaron durante toda la tarde. Hubo un intento de asalto con paracaidistas que fracasó porque los guerrilleros hicieron “polígono” con ellos, con ese puñado de valientes que osaron arrojarse sobre la selva. En la noche, unos guerrilleros hablaron de catorce paracaidistas muertos. Esto nunca lo dijeron los medios. Las Fuerzas Armadas nunca lo reconocieron, quizá porque fue una locura intentar ese desembarco allí, pero Dios y los vecinos del corregimiento de Peñas Blancas, con los que hablé recientemente, saben que es verdad. Yo no los vi caer, pero Carlos Alberto Charry y Héctor Fabio Arizmendi sí los vieron. Por eso quiero rendir un homenaje aquí a esos anónimos paracaidistas de nuestra Fuerza Aérea que dieron sus vidas por nosotros. Y al policía Juan Carlos Cendales, que fue degollado por un guerrillero en el baño del edificio de la Asamblea cuando intentó evitar nuestro secuestro. Por eso hoy en día, cada que veo a un soldado o a un policía, me provoca abrazarlos y darles las gracias por lo que hacen por el bien del país, y debo hacer un gran esfuerzo para contenerme. Paz en la tumba de todo aquel que ha sido capaz de dar su vida por otro ser humano. Este es un acto de amor y coraje que supera el deber, es un acto de grandeza espiritual del que muy pocas personas son capaces.La noche fue helada, la más fría de mi vida. Dormimos en un cerro donde el viento soplaba con fuerza. Nunca había sentido tanto frío, afuera y adentro, en el cuerpo y en el alma. Casi no éramos capaces ni de hablar. Allí llegamos como a las ocho de la noche, nos dieron agua de panela con pan y nos permitieron hablar con nuestras familias. Esa fue la última llamada antes de quitarnos el celular. Yo no tenía, lo había olvidado en el carro o en la Asamblea, pero mis compañeros Ramiro Echeverry, Carlos Alberto Charry, Carlos Alberto Barragán sí, y los guerrilleros nos permitieron usarlos para hablar con nuestras familias. Yo llamé a mi mujer y le dije, llorando, que se preparara para cualquier cosa, pues no sabíamos qué iba a pasar de ahí en adelante. Yo suponía que la cosa podía tardar un par de semanas, un mes quizá… El golpe había sido tan espectacular que las farc estarían felices con el impacto de prensa, que con esto se darían por bien y servidas y le mandarían un mensaje al Gobierno con nosotros al cabo de uno o máximo dos meses de cautiverio. Llamé a mi mamá, lloramos y le pedí la bendición. Cuando colgué me puse a observar el cuadro. Era tierno y terriblemente estremecedor. Un puñado de hombres inermes, prisioneros de una guerrilla poderosa en un cerro oscuro y helado, hablando por los celulares con sus familias en medio de una incertidumbre total, atesorando cada palabra, cada sílaba, porque sabíamos que podía ser la última. En la radio sólo se hablaba de dos cosas, del secuestro de los diputados del Valle y del golpe de Estado que le habían dado a Hugo Chávez esa misma noche, la noche del 11 de abril de 2002. La gran atención que le daban los medios a nuestro caso nos consoló un poco de nuestra perra suerte. Era tal el ruido, calculaban mis compañeros, que habría una gran movilización de todos los estamentos sociales para presionar nuestra liberación. Yo hice mis cuentas y no encontré razón alguna para estar optimista. La historia demuestra que cada que se rompen unas negociaciones de paz tiene que pasar un periodo largo para que las partes vuelvan a sentarse en una mesa de diálogo. Ahora el péndulo de la historia marcaba guerra, no diálogo. Nuestro secuestro no podía haber sucedido en un peor momento, pero no dije ni pío, al menos esa noche, no iba a ser el aguafiestas del pírrico optimismo que los informes de la radio alentaron en algunos de mis compañeros.Hacía dos meses y nueve días se habían roto de manera definitiva las conversaciones del Caguán. El presidente Andrés Pastrana estaba furioso, las farc se habían burlado sin compasión de la sociedad colombiana durante más de tres años. Paradójicamente, las farc también estaban ofendidas. Sobre todo, les ardió que el presidente les dijera: “Tienen cuarenta y ocho horas para desalojar el Caguán”, y que, en efecto, hubieran tenido que salir corriendo de un enclave tan vital para sus planes.Lo cierto es que la manera como las farc manejaron la zona de distensión no pudo ser más torpe. Uno se pregunta cuál habría sido el curso de la historia si en lugar de convertir el Caguán en caleta de secuestrados y en una gigantesca “cocina” de droga, hubieran hecho allí un laboratorio de paz. Por qué no aprovecharon sus enormes recursos económicos, la generosidad de la administración Pastrana, la sumisión de una sociedad aterrorizada por su poderío, la inteligencia de una clase intelectual entusiasmada con la búsqueda de la fórmula mágica de la paz y la simpatía de la que aún gozaban en Europa y en algunos países de América, para desarrollar en el Caguán un plan piloto donde el mundo pudiera medir su talento administrativo y su sensibilidad social. Lo único que tenían que hacer era algo muy fácil: mostrar que eran capaces de administrar la cosa pública mejor que los liberales y los conservadores. O simplemente demostrar que era imposible hacerlo peor. Llenar la zona de distensión de parques, escuelas, hospitales, granjas e institutos tecnológicos. Hacer mingas y conciertos. Invitar agrónomos, poetas y líderes indígenas, ingenieros y músicos, daneses y salvadoreños. Recordarles a los industriales que la paz es más barata que la guerra. Pero no les dio la gana, quizá lo consideraron un programa muy arduo, les pareció más poético construir mil caletas y mil “cocinas”. Cuando todo estaba servido para que hicieran historia, hicieron popis. Así estaban las cosas entonces; la sociedad enardecida pedía venganza; el Ejército estaba a la ofensiva; las farc, replegadas tácticamente pero enviciadas al secuestro y declarando, por boca del Mono Jojoy, objetivo militar a toda la clase política. Como si fuera poco, Uribe estaba disparado en las encuestas. De los dos puntos de intención de voto que tenía a finales de enero, había ascendido a veintitrés puntos a principios de abril. La gente pedía guerra y Uribe ofrecía guerra. Todas estas cosas pasaron por mi mente la negra noche del 11 de abril y me impidieron compartir el moderado optimismo de mis compañeros.Mientras esto ocurría, su esposa Patricia estaba en una cita odontológica en la Universidad Santiago de Cali, y sólo se dio cuenta del secuestro al mediodía, cuando el alma máter fue desalojada por amenaza de bomba. Habían transcurrido ya dos horas desde el secuestro.“Yo estaba en una cita odontológica en la universidad. Antes había estado en una cita médica; de allá llamé a Sigifredo porque el gastroenterólogo quería hablar con él para proponerle un procedimiento y él le dijo que después. Estaba incomunicada porque el odontólogo me había pedido que apagara el celular.Luego dijeron que había que desalojar la universidad por una supuesta amenaza de bomba. Yo salí asustada y con la cara adormecida por la anestesia que me aplicaron. Cuando miré el celular, tenía un mundo de llamadas perdidas. Me pareció raro. Llamé al asistente de Sigifredo y me dio la noticia. Me di cuenta a las dos horas. Sentí el mundo mucho más grande y yo, demasiado chiquita, una hormiga… me sentí impotente, no sabía para dónde ir, indefensa y con el mundo que se me venía encima. No sabía si ir a la Asamblea y mucho menos si avisarles a los muchachos o no. Me convencieron de no ir a la Asamblea, pues ya no había nada que hacer allá y me recomendaron que me fuera para la casa. Fue espantoso, y eso fue sólo el comienzo de la pesadilla, una pesadilla que duró siete años”.Sus hijos, Lucas y Sergio, vivieron así ese momento:“Estábamos en el colegio y nadie nos dijo nada —cuenta Lucas—. Mi mamá había llamado para advertir que no nos dijeran nada. Quería que lo supiéramos por ella misma. Estábamos cada uno en su salón recibiendo clase. La mañana transcurrió normal, llegamos a la casa y al lado de la piscina de la unidad donde vivimos, en unas banquitas, estaba mi abuelo Paco, nuestro abuelo materno, y nos dijo:”—¿Cómo les fue? —nos preguntó.”Sergio se la olió.”—¿Qué pasa, abuelo?”—Tienen que cuidar bien a su mamá y a su abuela. ”Yo no me pillé nada. Pensé que le había dado por hacer el testamento otra vez. De pronto, la soltó: ”—Secuestraron a su papá.”Yo quedé frío. Frío y mudo. Y otra vez fue Sergio el que reaccionó y preguntó cómo había pasado. Entonces el abuelo nos dio los detalles. Lo que sabía. Nos dijo que lo habían sacado de la Asamblea con otros compañeros. Entonces Lucas y yo nos pusimos a llorar y él nos abrazó. Ahora que lo recuerdo, no parecía alarmado, sólo triste, desde ese momento a Paco se lo comió la tristeza. Se murió a los cinco meses. Los médicos dijeron que fue la diabetes. En realidad lo mató la tristeza. Él adoraba a mi papá”. Doña Nelly Tobón, la madre de Sigifredo, conoció la noticia por su hermana.“Fue horrible para mí… un golpazo en el corazón. Me llamó mi hermana y me dijo:”—¿No estás oyendo radio? ¡Están diciendo que secuestraron a los diputados!”Con el corazón en la mano, le pregunté:”—¿Y Sigifredo?”—No sé —me contestó.”Entonces encendí el radio, cogí el teléfono y el asistente de Sigifredo me tranquilizó, me dijo que el Ejército había sacado a los diputados de la Asamblea. Que se los habían llevado para el batallón. El pobre tampoco sabía nada, o nada más me quiso decir.”Pero luego oí en la radio la verdad. Que los diputados habían sido secuestrados. También oí a Juan Carlos Narváez rogando que los helicópteros pararan el fuego… fue horrible…”.

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