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El doloroso viaje de los niños que luchan contra el cáncer

Llegan a Cali con sus madres desde regiones apartadas, con pocos recursos y a enfrentar un sistema de salud ineficiente.

7 de febrero de 2016 Por: Lucy Lorena Libreros | Periodista de El País

Llegan a Cali con sus madres desde regiones apartadas, con pocos recursos y a enfrentar un sistema de salud ineficiente.

Cuatro mudas de ropa, un tetero, un atado de panela, una muñeca sucia  y  $23.000 que dejaron las ventas de pescado de los últimos días. Esneida Cabezas creyó que nada más sería necesario cuando partió de Samaniego, Nariño, rumbo a Cali, en busca de alguien que hallara al fin  la causa de los dolores de cabeza y las manchas rojizas que brotaban en la piel de Yusleidi, la menor de sus hijas. Con suerte, pensó, regresaría en un par de días. Lea también: Cada año, 141 niños son diagnosticados con cáncer en Cali

A Cali llegó tras un viaje de nueve horas y media en bus, después de que sus vecinas del barrio Brisas del Pascual le ayudaran a recoger, durante una semana, los $60.000 pesos del pasaje. Esneida trae al presente el día del arribo y se recuerda a sí misma, con pocas horas de sueño y un hambre atroz, aguardando en un pasillo del Hospital Universitario del Valle, con su pequeña de 9 meses en un brazo, mientras con el otro sujetaba la carpeta en la que habían viajado los papeles que recibió en un centro de salud de Samaniego.

 Pocas horas más tarde, las palabras de un médico cambiarían para siempre el lugar de las dos en el mundo. Los males de Yusleidi tenían su origen en una palabra que su madre jamás había escuchado y que, como todas las  cosas de su vida, no sabe leer ni escribir: leucemia. “Es cáncer en la sangre”, escuchó decir.

724 días han pasado desde entonces. La pequeña tiene ya 3 años y la carpeta luce  hoy más abultada. Es que en todo este tiempo, Esneida aprendió de direcciones saltando de una oficina en otra; persiguiendo firmas esquivas que le garantizaran a su niña quimioterapias y medicinas. A veces lo logra. A veces, no. Y cada negativa es una bofetada. 

 Susana Zapata, la enfermera que ahora mismo prepara a Yusleidi para su próxima ‘quimio’, contará luego que este es solo el lado A de una historia con dos caras: “ella no le ha dicho cómo llora en las noches porque en Samaniego dejó a otros tres hijos al cuidado de una vecina. No tenía a nadie más; al esposo se lo mató la guerrilla”. 

Sentada en una mesa  de la Fundación Carlos Portela, que desde hace 18 años brinda apoyo a niños enfermos de cáncer y sus familias, María Fernanda Portela, su directora, cuenta que ha visto el drama de esta madre nariñense repetirse en muchos otros rostros y muchos otros nombres. 

Es que de los  600 chicos con cáncer que cada año pisan la fundación, cerca de un 90 % están diagnosticados con leucemia (el cáncer más común en la población infantil) y el 70 % llegan de fuera de Cali. Una inmensa mayoría, desde pueblos apartados de la Costa Pacífica del Valle, Cauca y Nariño. Lo mismo sucede en las otras dos fundaciones de este tipo que existen en la ciudad: Semillas de Amor y La Divina Providencia. 

 Ahí está Carmen, la mamá de Dayana, una nena de 8 años que ama bailar ‘salsa choque’ y que lleva dos años sin poder volver al colegio porque ese mismo tiempo ha durando su batalla contra la leucemia. 

La noticia de la enfermedad de su hija no solo la sorprendió en embarazo sino con los bolsillos vacíos. Y lo que narra es lo que terminan haciendo todas esas madres a las que un día el cáncer las encuentra paradas en la esquina de la pobreza: “me vine para la fundación porque acá me dieron posada y comida mientras a Dayana le hacían el tratamiento. Ya llevo dos años en esas y a mi otra hija me tocó tenerla y criarla aquí”. 

María Fernanda la escucha y dice enseguida que el reto de madres como ella consiste en empezar, de un momento a otro, una vida de incertidumbre “en una ciudad desconocida y con una enfermedad que para la sociedad significa muerte. Y encima con el costo emocional de alejarse obligadamente de sus otros hijos. Delante mío han llorado mamás que se han enterado de cosas tan espantosas como que, mientras están en Cali cuidando de su hijo con cáncer, su otra hija era víctima de un primo que la violaba aprovechando que permanecía mucho tiempo sola”.   

Y como si ya aquello no fuera suficiente deben “padecer una EPS que le vulnera a su hijo sus derechos como paciente y rogar para que el sistema de salud entienda que un cáncer no  espera a la firma de un papel; que cada quimioterapia o medicamento negado o aplazado es una puñalada a la esperanza de que su niño se recupere”.

Entonces piensa en Óscar Eduardo, de 11 años, que viajó a Cali desde Inzá, Cauca, y murió esperando tratamiento oportuno. Igual que a Yorman, que a pesar del llanto de su madre siempre buscó motivos para encontrar la risa, pero a quien le negaron una y otra vez una cirugía con la que pudieran  retirarle el trozo de su hígado que estaba enfermo.

Las cuentas de esas muertes que nunca debieron ocurrir, que pudieron evitarse, las lleva Óscar Ramírez, pediatra hematólogo y oncólogo del Centro Médico Imbanaco y fundador hace siete años de la Fundación Poema. 

Su diagnóstico es demodelor. Cada año, 200 niños son diagnosticados con cáncer en Cali, la décima parte de los casos de Colombia. Cierre los ojos, señor lector,  e imagine que es lo que cabe en siete salones de clase de un jardín infantil. Si nuestro sistema de salud fuera eficiente, el 80 % de ellos salvaría sus vidas con quimioterapia. Como ocurre en países del norte de Europa, en Canadá, en EE.UU.  

Pero en el ‘país más feliz del mundo’, un 20 %  fallece luego de meses enteros en los que sus madres han tenido que escuchar, una y otra vez, la misma excusa: “No podemos atender a su hijo porque su EPS no tiene convenio con esta clínica”. 

“Es que en Colombia —reflexiona el médico Ramírez— no se ha entendido que los tratamientos con quimioterapia tienen unos momentos muy precisos. No es cuando la EPS quiere. Un cáncer crece y causa daño sin importar lo que diga una entidad de salud”. 

Lo sabe de sobra  Esneida  que habla sin apartar la mirada de la muñeca que se trajo consigo desde Samaniego y que luce hoy con el pelo al rape. Se lo cortó Yusleidi, quizá para proyectar  en su juguete  la imagen que de ella misma le devuelve el espejo. “Leucemia”, repite, con un nuevo papel por diligenciar. “¿Eso es con c o con s?”.

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