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Crónica: historia del fotógrafo japonés que viaja retratando el mundo y pasó por Cali

Durante un mes, Kosuke Okahara estuvo recorriendo la ciudad para intentar fotografiar su violencia. Esta, sin embargo, no es la historia de esas fotos predecibles sino de la insospechada historia de su fotógrafo. Retrato de un hombre feliz.

29 de marzo de 2015 Por: Jorge Enrique Rojas | Editor Unidad de Crónicas

Durante un mes, Kosuke Okahara estuvo recorriendo la ciudad para intentar fotografiar su violencia. Esta, sin embargo, no es la historia de esas fotos predecibles sino de la insospechada historia de su fotógrafo. Retrato de un hombre feliz.

[[nid:407298;http://contenidos.elpais.com.co/elpais/sites/default/files/imagecache/563x/2015/03/kosuke-okahara.jpg;full;{Kosuke cree que la educación en Cali debería ser obligatoria, como en su país. Varios de los problemas que vio entre los chicos de la ciudad, podrían solucionarse con esa medida. Foto: Johan Morales | El País}]]

En principio la historia de Kosuke Okahara se parece a otras tantas: es la historia del fotógrafo del otro lado del mundo que viaja a Colombia para fotografiar su violencia. Hace dos semanas, de hecho, se fue de Cali después de haber estado durante un mes intentando cumplir ese propósito en la ciudad. Preguntando como perdido, llegó a los lugares de siempre: el Distrito de Aguablanca y la zona más alta de Siloé, cerquita de La Estrella, donde una pandilla de muchachos armados se dejó hacer fotos. 

Kosuke, que nació en Japón y tiene los ojos naturalmente pequeños, no sabe sin embargo si una de esas fotos podrá ser publicada en algún periódico o revista de su país porque allá no tiene contrato con nadie y nadie está esperando un reportaje sobre Cali; hasta antes de regresar, incluso, ni siquiera tenía idea de lo que se veía en las fotos que tomó porque yendo en contravía del paraíso tecnológico del que viene, trabaja con dos cámaras Leica de rollo; así que solo hasta después del revelado podrá verificar el encuadre de sus sospechas. 

Mientras lo cuenta, una carcajada de despreocupación le aprieta los ojos hasta casi desaparecerlos y la historia del fotógrafo, en apariencia repetida, se va haciendo cada vez menos comparable a otras de su estilo. El destino de Kosuke Okahara, además, era ser un maestro de escuela.

Como en muchas otras partes, dice, en Tokio, la ciudad donde creció, es común que la gente termine estudiando carreras que no le gustan del todo con tal de tener un título universitario. Más que un asunto de competitividad laboral, es una herramienta de supervivencia en un lugar habitado por más de trece millones de personas. Por esa razón, más o menos, Kosuke fue a la universidad durante cinco años para formarse como profesor. Era el camino que la vida le había sugerido. Y así pintaba hasta antes de terminar la carrera, cuando visitando a una amiga que trabajaba para la ONU en Kosovo, supo que quería dedicar el resto de sus días a tomar fotos y contar historias yendo de un lado a otro.

¡Click! Literalmente algo hizo click en la vida de ese hombre. Porque al explicarlo no se sabe muy bien qué pasó, si fueron los tanques de guerra que vio desde que el avión llegó al aeropuerto o el cielo revuelto de Los Balcanes o el dolor que tantos años de conflicto fue apareciendo a su paso, en las calles y las caras manchadas de la gente. Solo ocurrió. De un momento a otro, estando lejos, entendió que su vocación no estaba guiando a un salón de clase sino ayudando a comprender el mundo de otra forma. Desde otro ángulo quizás. 

Las primeras tomas del fotógrafo Kosuke Okahara, entonces, fueron de Kosovo. Quedaron registradas con una cámara de la señora Sachiko, su mamá; la cámara de la señora Sachiko, por ese tiempo valga decirlo, “era como de las que tiene una mamá para viajar”, recuerda Kosuke  en medio de otra risotada que le cierra los ojos.

En su propia voz y resumido, el relato se escucha como uno de esos ejemplos de valentía contemporánea en el que alguien fue capaz de torcerle el cuello al destino: matar al profesor para darle vida al fotógrafo; o al hombre resignado para hacer palpitar a un entusiasta. ¡Click! De haber sucedido justo así, la historia personal de Kosuke poco a poco se va convirtiendo en el autorretrato de un tipo cuyo trabajo de planta es dedicarse a lo que lo hace feliz. Tal vez por eso todo lo que ha hecho en ese camino suena como un juego de niños. El japonés que estuvo ‘perdido’ en Cali tiene 35 años.

Sintetizando en un solo paso lo que probablemente fueron muchos días de angustia y reflexión, ahorro, sacrificio y hasta discusiones con su propio dios, quién sabe, después de Kosovo consiguió un trabajo universitario de medio tiempo que le permitió planear el primer viaje como fotógrafo decidido; en su excursión inaugural, Kosuke eligió ir a un país pidido por la guerra civil en África: Costa de Marfil. 

“Me pareció interesante”, dice al tratar de justificar su determinación. Y tuvo que serlo. Un día en Costa de Marfil, es el caso, fue detenido por una facción rebelde que no le creyó la explicación del japonés que decide mandarlo todo al carajo y, tildado de espía, fue llevado a las montañas para hablar con el comandante; mientras le explicaba, le creían y bajaba de la loma, pasaron dos días en los que no pudo utilizar la cámara. 

“Volví a Japón sin una sola foto”, recuerda Kosuke que, contrario a desanimarse con la experiencia, se convenció todavía más de la necesidad de contar las historias que estaban ocurriendo lejos del lejano del Oriente. Aunque no sabía español, pensó que su próximo viaje podía ser a Colombia. Y los tres meses lo hizo. Kosuke lo ilustra con la sencillez de un paseo a la esquina. 

Dice que llamó a un amigo de una ONG que le dio un contacto en Bogotá y ese contacto le recomendó que fuera a Barrancabermeja si quería entender lo que en ese momento era Colombia. Corría el año 2003. Preguntando como un perdido, fue a dar a los periódicos y a las emisoras y así a los periodistas, y así se la pasó un mes entero haciendo tantas preguntas como para haber incomodado a alguien que  le hizo una llamada anónima indagando por sus averiguaciones. 

No por esa razón, en todo caso, Kosuke no pudo vender ninguna foto. En las tres o cuatro revistas japonesas donde las ofreció le dijeron lo mismo, que eran buenas  pero muy lejanas, difíciles de entender. Kosuke, que para ese momento ya había comprado literatura en español y libros para estudiar el idioma, se encerró a estudiar y a ahorrar otra vez. En el 2004 y hablando un español repleto de palabras a media lengua, volvió a Barrancabermeja.

“Quería continuar la historia, hubo muchos asesinatos ese año y con el segundo viaje pude ya contar algo. Escribí un artículo de seis páginas en una revista donde también me  publicaron fotos. Fue el primer pago y me pagaron bien, pero yo me había gastado mucho más dinero en los viajes”.

 Después de Barrancabermeja y ese primer pago, Kosuke siguió viniendo año tras año cada que pudo. En la lista de destinos a los que llegó vestido de reportero gráfico están Medellín, Cúcuta, La Gabarra, Barranquilla, Cartagena, Chocó y Capurganá, que le parece muy bonito.

Estando en Antioquia una vez le contaron de la ruta que algunos migrantes hacen atravesando el Darién chocoano para llegar a Panamá por el mar, y desde ahí subir a los Estados Unidos a través de los huecos en las fronteras de Centroamérica. Kosuke, dueño de una insistencia sorda y una cara de inocente niño explorador, convenció a migrantes y coyotes para que lo llevaran en las mismas lanchas, camiones y buses y así llegó hasta Río Bravo para luego ya volar a Nueva York. 

Su intención era fotografiar el encuentro de una pareja antioqueña que se había separado desde hace mucho. Cuando ubicó a la mujer en Estados Unidos, sin embargo, su corazón ya no esperaba a nadie. Las fotos del recorrido, todas en blanco y negro, son sobrecogedoras pero delicadas imágenes de la zozobra y el miedo: ojos extraviados y caminos hacia la nada.

Preocupados seguramente, un día el señor Tetsushi y la señora Sachiko, sus papás, le preguntaron por qué no hacía lo mismo que el resto de sus amigos, con vidas seguras trabajando en oficinas y cumpliendo horario. Kosuke Okahara, todavía en Cali, recordaba el episodio sonriente mientras contaba que después de tanto insistir y hacer malas tomas y volver a intentar y enfocar de nuevo, un día de repente sus fotos empezaron a ponerle comida en la mesa.

 Ahora Kosuke no solo las vende sino que a veces lo buscan para que exponga su trabajo en conferencias y cuente la forma en que ha conseguido hacerlo. Y ya, también, le representan becas y premios internacionales. El año pasado ganó el Pierre & Alexandra Boulat Award, que subvenciona los proyectos fotográficos que no cuentan con un apoyo fijo dentro de los medios de comunicación. 

El expediente que a estas alturas tiene de la guerra de la droga en Colombia, sirvió de base para su propuesta: contar el “fin sin ciclo de la violencia en Cali”. Por eso llegó a la ciudad. Y por eso no le importa del todo que ningún periódico le compre las fotos que hizo. La pregunta que una vez le hicieron sus papás, inquietos por el futuro, ha ido quedando resuelta foto a foto, click a click, risa tras risa. Cuando termina un viaje, Kosuke siempre vuela a Francia para encontrarse con su mujer, que enseña comida japonesa en París. Allí comparten un diminuto departamento. Quieren tener un hijo. El día que eso suceda, sin duda, el fotógrafo será un gran profesor. 

 

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