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Conozca a Áymer Álvarez, el maestro de la fotografía que deja huella en El País

Después de más de tres décadas entregadas a la reportería gráfica, Áymer Álvarez se jubila de El País, el periódico en el que vivió los años más memorables de su oficio.

21 de diciembre de 2014 Por: Lucy Lorena Libreros | Periodista de Gaceta

Después de más de tres décadas entregadas a la reportería gráfica, Áymer Álvarez se jubila de El País, el periódico en el que vivió los años más memorables de su oficio.

La última foto que tomó para este periódico, el pasado jueves, con su Nikon D700, parece un asunto de justicia poética: en ella un par de bailarines de salsa, lucen trenzados en una pose estilizada. Ella, con una de sus manos en alto y sus zapatos de tacón marcando un paso; él, tomando a su pareja por la cintura, insinuando el compás con su pie izquierdo. Era imposible que Áymer Álvarez se despidiera de otro modo: esa imagen no es otra cosa que el testimonio feliz de un hombre que durante más de 30 años ha amado por igual la música y la fotografía.Había sido un encargo hecho a su justa medida: Áymer debía congelar en una sola toma el esfuerzo de los 1500 bailarines profesionales que se preparan para saltar a la pista del Salsódromo este 25 de diciembre.De regreso a El País, sobre el mediodía de su última jornada, al Maestro —como lo llaman muchos de sus compañeros— se le vio hacer lo de siempre. Lo mismo que se le ocurrió de manera providencial aquella mañana de 1977, cuando se plantó frente a la oficina de Raúl Echavarría, subdirector del diario Occidente, con unas imágenes en blanco y negro que contaban hechos noticiosos de la ciudad, logradas con una cámara prestada y más intuición que destreza de reportero. Aún hoy, tal como entonces, Áymer le explica a quien le interese y a quien no, con emoción profunda, cómo logra cada foto, con qué técnica y dificultad. Por los días en que se apareció por primera vez, sin invitación, en una sala de redacción, se ganaba la vida en Cali como mensajero. Tenía poco más de 20 años y la fe inexplicable de que lograría convertirse en fotógrafo, así no entendiera cómo funcionaban los espejos del visor óptico de una cámara réflex ni cómo sincronizar un flash. Pero estuvo seguro de eso como lo había estado ya en otros episodios de su vida. Como cuando al morir Soledad Álvarez, su mamá, siendo él un chico de apenas 5 años, supo que no podía desaprovechar la oportunidad de vivir junto a su tío Francisco Luis, en Viterbo, Risaralda, así eso lo alejara de los cinco hermanos con los que se crió en el rancho de paredes de bahareque, forradas en papel periódico con engrudo; el único refugio que había encontrado su mamá para la familia en la loma de Terrón Colorado.Como cuando le ofrecieron también, de adolescente, trabajar de ‘tortolero’ en campos de soya de Ansermanuevo y, a punta de gritos y de agitar un plástico gigante, espantar a las tórtolas coliblancas que se comían los primeros brotes del cultivo. O como cuando se le midió al trabajo de aseador y mesero de una casa de citas en Cartago o de vendedor de papas rellenas en el Pascual Guerrero.Porque muchísimo antes de que Áymer Álvarez comenzara a escribir un nombre como reportero gráfico, había aprendido ya con destreza otro arte mayor: el de la supervivencia.Sentado en el área de Fotografía de El País, en la que ha trabajado los últimos 16 años y dos décadas más como ‘free lance’, el tipo de voz ronquísima y frases aceleradas comienza a repasar el álbum de su vida. Salta de una imagen a otra encandilado apenas por la luz de sus recuerdos. Entonces vuelve a ser el niño de 2 años que partió rumbo a Cali, desde su natal Caicedonia, con su mamá, sus hermanos y unos pocos corotos como trasteo. Antes de escuchar el motor en marcha, se llevó consigo una postal nítida que lo acompaña aún hoy, a sus 60 años: ver cómo de un camión, en la plaza principal, descargaban los cuerpos mutilados que iba dejando la violencia política en los pueblos del norte del Valle, “sin cabeza y con los famosos cortes de franela y de corbata”.A Cali llegaron primero a un cuarto estrecho del barrio Siloé. Y el espacio debía alcanzar para Ramón, Blanca, Víctor, Gabriela y Áymer y poco después para Gloria, la última de las hermanas. Eran tiempos de escasez, “de solo comer arroz porque no había más y me obligó a tener una costumbre que nunca me pude quitar: comer despacio y tragando entero para sentir más llenura”, cuenta el maestro. La peregrinación continuó luego en Terrón Colorado, donde los Álvarez le ayudaban a su mamá vendiendo por el barrio panelitas y melcochas preparadas por sus manos, mientras ella lavaba ropas ajenas. Lo hacía en el río Aguacatal. Estando en esas, una vez, resbaló y se lastimó la cadera. Tenía 31 años, pero aquello fue apenas anecdótico. Internada en el Hospital Departamental, los médicos tropezaron con un diagnóstico distinto y devastador: estaba invadida por el cáncer. Tres meses después falleció.La imagen de doña Soledad la carga como fondo de pantalla de su teléfono celular. La enseña mientras narra su infancia, el papá que no tuvo y el hogar que le faltó. Intenta seguir, pero las lágrimas aparecen. Porque Áymer —lo había contado ya su jefe, Oswaldo Páez, editor de Fotografía— es un “hombre profundamente emocional”.A eso, en parte, le atribuye la enorme sensibilidad que lo acompaña en su labor como reportero, “igual cuando cubre una noticia que cuando está en algún evento cultural. En una foto de Áymer no solo hay una foto: está el esfuerzo por encontrar el ángulo distinto, eso que los demás que cubrían lo mismo que él no vieron”.Lo reconoce así también Edward Certuche, jefe de Diseño Gráfico: “El de Áymer es un ojo como pocos, que logra captar no solo a una persona sino también lo que esta siente, angustia, alegría, dolor. Detrás del bacán que sale a buscar una noticia con su cámara, hay un tipo de profundos sentimientos. Y eso es lo que refleja en su fotografía, que es también su arte”. Es una sensibilidad —reconoce el propio Áymer— que le ha dado su largo viaje como autodidacta. Sus años de búsqueda silenciosa para aprender a disciplinar la mirada. Solo llegó hasta quinto de primaria, pero aún así logró un cupo en el Instituto Popular de Cultura para estudiar arte dramático. Consciente de su desventaja ante los demás aspirantes, Áymer convenció al docente que seleccionaba a los nuevos alumnos de que si bien a él le faltaban credenciales académicas, le sobraba talento para algo en lo que se necesita calificación: el deseo de aprender. Era el año 72 y tuvo maestros de lujo: Jorge Vanegas, Pedro Rey y Álvaro Arcos, fundador de Cali Teatro. “Me dijeron que un actor debía memorizar largos textos y aprendí. Y leer literatura universal y no dudé en gastarme mi sueldo de mensajero para comprar una colección de Shakespeare”. De esos años de teatro conserva la necesidad de hablar desbordada que algunos le aplauden y a otros incomoda. Vino a enterarse de ello Paola Gómez, actual jefe de Información, y hace 17 años una novel reportera. “Una vez, en una entrevista con el decano de la Autónoma, de la que me había graduado, vi cómo Áymer terminó haciendo mi entrevista a propósito de la pasión del personaje por coleccionar pesebres. Creo que solo hice dos preguntas. El resto del tiempo me dediqué a ver cómo ellos conversaban mientras yo sentía que pasaba la peor vergüenza con el decano”. Áymer, sin embargo, ve el asunto con ojos benévolos. De no haber sido por esa labia poderosa, dice, no habría logrado convencer, por ejemplo, a Eduardo Figueroa, editor de las páginas locales de El País en los 70, de que las fotos que él le llevaba por pura iniciativa merecían ser publicadas. En una de ellas se ve un camión de cervezas volteado tras un accidente. “Me la publicaron a cuatro ‘coles’. En ese momento comencé a sentirme reportero y a cumplir un sueño: ser testigo de los hechos, ver primero lo que luego mis fotos le contarían a otros”.Antes de eso había logrado, con una Kodak Fiesta, una foto —la primera de su vida— con el equipo de fútbol Club Olímpico, del barrio Cristóbal Colón. Y había retratado a niños que hacían la primera comunión de la parroquia del sector. “Fotos mal tomadas y sin técnica, pero me las pagaban por $40”. No pasó mucho tiempo antes de que le llegara a las manos una Penta Expomatic de rollo de 35 milímetros a través de un amigo. Con ella salía a cubrir las noticias que ya comenzaban a palpitar en su corazón de reportero: inundaciones en el barrio El Guabal, reinados del barrio Unión de Vivienda Popular e incluso la caída de una avioneta fumigadora en Palmira. Fueron los primeros pasos de un maestro de la imagen que una década más tarde perseguiría el rastro de la tragedia de Armero, los tacones de las reinas que pelearon la corona de Miss Universo en Ecuador y el llanto amargo de caleños que habían perdido a familiares en el avión de American Airlines que se estrelló en un cerro de Buga. De este último suceso conserva un reloj que se detuvo en el momento exacto de la colisión y un recuerdo que —como todos los suyos— ya es leyenda de la Redacción: pese a que solo pudo llegar cuatro días después, se quedó con las fotos que ningún otro medio o agencia logró, gracias a que su labia bendita le permitió colarse en el helicóptero que llevó a un obispo para declarar el lugar campo santo. “Lo que nadie sabe es que ayudé a encontrar una caja negra porque tuve la paciencia de esperar a que bajara la neblina”. Como ningún otro reportero había logrado ese privilegio, se llevó consigo las cámaras de los colegas que habían quedado en tierra. “Porque Áymer es, ante todo, un tipo generoso”, dice el reportero gráfico James Arias, su amigo desde hace 20 años. “En un medio con tantos egos, en él uno encuentra gestos como ese, además de un deseo permanente de enseñar lo que sabe a los demás”.Lo reconoce Ernesto Guzmán, que le confió sus dudas cuando llegó como fotógrafo a El País, de 19 años. Hroy Chávez, que atesora esa lección en la que Áymer —toda una autoridad en el manejo de la luz— le explicó que el flash no es un enemigo, sino un aliado. Y lo propio Jaime Pérez, reportero de El Colombiano, con quien ha debatido los enfoques de una noticia. Lo reconoce, cómo no, su propio hijo, que no solo heredó su talento detrás del lente sino su voz rasgada. Áymer Jr. vio, desde niño, cómo su padre convertía el baño de la casa en cuarto oscuro para después salir de ahí “con una de sus fotos y repetir que la fotografía es un oficio hermoso”.Luz Mary Murillo, la mujer que ha acompañado a Áymer en los últimos 38 años, dejó que el segundo de sus hijos emprendiera ese mismo camino. Ella, maestra de colegio, y el reportero se conocieron por las calles del Cristóbal Colón, en los 70. No fue flechazo instantáneo, reconoce, pero el hombre se las arregló para enamorarla con sus pasos de baile. Ella entendió que esa historia de amor ya debía estar escrita en algún lado y se dedicó, en amorosa complicidad, a escoltar su devoción por la Sonora Matancera, por los boleros de Celia y Bienvenido Granda; por Celina y Reutilio, por el Benni Moré, por la Orquesta Aragón. Ahora ya no bailan juntos, pero Luz entiende la bohemia del esposo. Que lo mismo le aplauden cuando baila un foxtrot en La Matraca que una guaracha en La Comparsa. Sabe que no es chiste que todos los días, antes de salir de la casa, él se cuelga del cuello una memoria USB cargada con 1500 canciones que no duda en pasarle al Dj de turno cuando la fiesta no suena bien. Quienes hemos sido compañeros de Áymer Álvarez tenemos la misma certeza: la música y la fotografía son el único cielo que le pertenece.

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